La Voz de Galicia
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No hay país en el mundo capaz de montar una puesta en escena operística en cada acontecimiento de la familia real como Inglaterra.

La vida de verdad de los Windsor es una serie de audiencia universal con mucho más éxito que su remake televisivo «The Crow». Una de las claves del mismo, está sin duda en la escenografía, pompa y boato con que exhiben las peripecias vitales de sus miembros, desde la cuna hasta la sepultura. Nacimientos, puestas de largo, noviazgos, bodas, infidelidades, separaciones y funerales, todo está cosido con un hilo de oro que sigue captando el interés del mundo. Más que reyes de Inglaterra son los reyes del protocolo.

Esta característica protocolaria, repetitivamente obsesiva y  transgeneracional, es una de las claves de su éxito. La repetición, lo predecible, es condición sin equanon para paliar la angustia de la incertidumbre del futuro. Da igual que el protagonista sea un Eduardo, un Guillermo, un Carlos o un artista invitado a la función, lo importante es la exactitud relojera del protocolo: «El rey ha muerto: !Viva el rey!». Si este protocolo se cumple a rajatabla, da igual quien sea el que sube al trono, se case, se divorcie o se muera. Los ingleses lo tienen clarísimo y  se esmeran, porque saben que esa es la garantía de su continuidad como reino.

El funeral del afable Duque de Edimburgo lo ha vuelto a dejar claro, incluso en tiempos de pandemia, la despedida del consorte ha sido ejemplar.

Como ejemplar ha sido que uno de los pocos invitados fuera su «amiga entrañable» Lady Penny Brabourne, recordándome aquella anécdota en el palco del Liceo, donde una pareja de nobles mirando al patio de butacas, murmuran: «Ahí está fulano con su querida»; a lo que ella contestó vanidosa: «La nuestra está mucho mejor».