Días de exaltación religiosa dónde prácticamente toda España sale a la calle a ver pasar los Pasos de Semana Santa, me sorprende la aparente devoción con que la gente participa estos oficios.
Me llaman la atención las lágrimas de los cofrades que no pueden salir porque llueve, las del público cuando sale su imagen venerada, el quejío de las saetas espontáneas, los piropos, las fanfarrias barrocas y coralinas o el silencio rasgado de carracas y bombardinos. Una puesta en escena espectacular que no deja indiferente a nadie.
Pero lo que más llama la atención es cómo una sociedad laica y descreída continúa la tradición de la fe cristiana con tanto fervor.
Con la Semana Santa ha pasado igual que con la Navidad que, despojadas de la narrativa que la explica, se han convertido en un happening de multitudes más parecidas al carnaval que al tiempo de Pascua. A la gente le gusta disfrazarse y hacer coreografías en tik-tok igual que vestirse de nazareno, encender muchas velas o tocar trompetas, bombos y tambores. Nos gusta el gentío y el sentimiento de pertenencia a un grupo, da igual que sea de la Borriquita, el Cachorrro, La Dolorosa y del Reventón o del Barça, el Madrid o el Celta de Vigo.
Al devoto de verdad le emocionan los significados, a un ciudadano de la sociedad educada en valores lo hace la parafernalia de significantes que trascienden la belleza de las imágenes y la vibración del rito comunitario, capirotes y caipiriñas van en la misma clave.
¿Qué pensará un joven analfabeto de historia sagrada cuando contempla la imagen del Prendimiento, de Pilatos, de Judas, de la Magdalena, de las Tres cruces? Lo mismo que si ve pasar el dragón con farolillos del año nuevo chino.
Empobrecidos de Historia pero con alegría