La Voz de Galicia
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Desde que devenimos  Sapiens el ser humano ha sido consciente tanto de su destino como de lo imprevisible de la vida, esa incertidumbre nos llevó a juntarnos en grupos para sumar esfuerzos en las amenazas y acompañarnos en lo inevitable. Construimos dioses, ciencias, máquinas y protocolos de actuación para combatir la angustia de vivir y en gran medida se consiguió en las sociedades más avanzadas, pero la incertidumbre nunca se  domina del todo. Dice un proverbio judío:  «si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus proyectos».

Los dioses se desmoronaron pero siguen presentes en nuestro genoma,  la ciencia no es infalible contra la naturaleza y nosotros seguimos siendo igual de irracionales; a pesar de todo, vivíamos en el mejor mundo que ha conocido la especie, un mundo donde el control de la incertidumbre llegó a ser tal que la mayoría  se olvidó de las  pelusas que se esconden bajo la alfombra del bienestar.

Una sociedad donde las grandes calamidades se conocían por los libros de historia y el olor a polvo dulce que tienen los fósiles. Las calamidades que padecemos son una versión  de Walking Dead con fósiles vivientes surgidos de nuestra historia.

Sabíamos de la lucha a rey servido y patria honrada contra pandemias terribles y guerras atroces, pero no estábamos preparados para volver a apalear muertos de verdad. Una vuelta a la peor realidad y a la angustia de «no saber qué», se ha apoderado de una  sociedad recién despertada del sueño de la certidumbre, esa que el Bosco pintó en su Cristo coronado de espinas como una de las peores tentaciones del ser humano.

Toda la literatura que se está generando en torno a las consecuencias psíquicas de estas crisis que padecemos se resumen a eso, al enfrentamiento con el sentimiento humano que es la angustia de vivir con (y en el) lenguaje. Una exclusiva calamidad que nos desequilibra emocionalmente llevándonos  desde la tristeza y la ansiedad hasta el suicidio.

Todo vale para enfrentarse al enemigo que llevamos dentro, desde rezar el rosario a drogarse, pero nada es eficaz si no se tiene en cuenta que el enemigo  que enfrentas nunca muere, siempre está ahí, y sólo la sabiduría de aceptar lo imprevisible puede ayudar a paliar su acoso.

¿Se puede hacer algo? Tal vez replantearnos nuestro estilo de vida militando en «el menos es más» o retocar el aserto romano » si vis pacem, para bellum», añadiendo a pié de página: «si quieres serenidad tienes que aceptar la adversidad».

No se trata de aguantar sino de fortalecerse para sobrevivir en el mundo y la vida real, no el de las  pantallas  que enajenan el juicio, distorsionan la realidad y adormecen el saber.

Con Ucrania en el corazón.