Marché que tenía que marchar para Madrid a solucionar asuntos pendientes. Hacía cuatro años que no visitaba la villa y decidí ir en tren para hacer un completo de novedades pospandemia.
Madrid está espléndido, vivo, aseado, amplio y orgulloso. Me alojé en el Madrid de los Austrias para seguir el rastro de Quevedo y olfatear su pila bautismal en la Iglesia de San Ginés, a pocos pasos de los mejores churros y porras -!Ah las porras!- de Madrid.
Viví en Madrid veinticinco años y repté por la cava baja, la alta y la de más allá y sin embargo no reconocía los lugares, tuve la misma sensación que cuando regresé a Cracovia cuarenta años después de haberla vivido.
Creo que lo que desorienta en estas situaciones es haberlas vivido en blanco y negro cuando ahora están en tecnicolor. No es verdad que cualquier tiempo pasado fue mejor, eso más que un verso es un consuelo de viejos.
Madrid respira un aire joven, enérgico y sobradito como el de Isabel Ayuso a la que, si la dejan madurar, será muy interesante ver de lo que es capaz la presidenta. Si la dejan, porque visto el carácter «misofago» del PP para con sus lideresas: Esperanza Aguirre, Cifuentes, Barberá, Soraya, Cospedal…
Pasee por mi barrio (Retiro) y lo que en la infancia fue escenario de canicas, piperas, luchas, entreveros y primeros amores preconstitucionales, se ha convertido en un barrio gourmet sembrado de terrazas que rinden culto a todo tipo de gastronomías y de viejos en sillas de ruedas empujadas por emigrantes. Moito che cambiou o conto.
Y el tren me llevó de Coruña a Chamartin en cuatro horas y media sin pestañear, rubricando para el futuro -si es que lo hay- una apostatía de aviones y coches.
Madrid estaba vestido de azul y amarillo ucraniano