Se reconocen cuatro tipos de sabores: dulce, salado, amargo y ácido pero últimamente se han añadido dos más de dudosa singularidad: el umani y el starchy. El sabor a umani se asocia al glutamato sódico y está presente en los quesos curados, el jamón, las anchoas, algunas algas, espárragos, tomates y ciertas frutas. A starchy saben las pizzas, la pasta e hidratos de carbono, la traducción -más o menos libre- sería sabor a almidón.
La clasificación oficial de sabores se hace en base a la existencia o no de papilas gustativas específicas para cada uno de ellos en la lengua y el paladar, pero en mi opinión, faltan dos, el agrio y el picante y me sobran los “nuevos”.
La buena cocina es aquella que construye una melodía armónica con los sabores aunque haya platos que suenen a música dodecafónica que, contra gustos, ya se sabe.
Conseguir una buena melodía gastronómica es sencillo: construya un cuadro con los sabores básicos en la abscisa y la ordenada y califique lo armónico o disarmónico de las mezclas, el resto es cuestión de experimentos.
La cocina también padece la tiranía de la moda y sufrimos la decadencia de los platos tradicionales o lo vegano talibano, tanto como el auge del regetón.
De esta “modacracia alimentaria”, lo que más me enciende es la satanización del picante. La moda de esta cocina blandengue -que diría el llorado Fary- de querer los pimientos de Padrón domesticados, las angulas, las gambas y los besugos sin guindilla, las patatas bravas mansas y todos los platos a los que el picante les da su identidad secular.
Sabido es científicamente que el picante estimula y sensibiliza las papilas gustativas percibiendo mejor el resto de los sabores una vez aplacado el dulce picor. Me duele, pero me gusta.
¡Larga vida al picante!