La Voz de Galicia
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Me tropecé con él en una de esas tiendas de souvenirs que subsisten esparcidas por las ciudades, esas que ofrecen los  más variados  fetiches cutrelux rotulados con el nombre del monumento emblemático  de la localidad y por las que me encanta husmear.
Flanqueado por la típica bailarina flamenca y el oso chino que saluda con un brazo hemiparésico, estaba el clásico mosaico con la etimología  de un nombre. Concretamente éste trataba del mío: Luis.
Después de leerlo me quedé raro, con ganas de invadir el Bierzo y conquistar la Capadocia; me sentía henchido de una bravura germánica que nada tenía que ver con lo que siempre me contaron en casa acerca de quien era el Luis que me dio su nombre.
En mi familia siempre me felicitaban el día de mi Santo apostillando como un recordatorio identitario : «Tú eres San Luis Gonzaga, no el rey de Francia». Seguramente fue este pequeño detalle el que determinó que dirigiera mi vida a vestir una bata blanca en lugar de una armadura —al menos algo así me dijo mi psicoanalista—.
El mosaico caligrafiado con una pulcritud monástica me ilustró sin embargo la existencia y la posibilidad de identificarme con un Luis que no conocía hasta la fecha, un Luis oriundo de Baviera, pero que no me gustó nada.
Entonces me di cuenta de que hacía muchos años no felicitaba a nadie el día de su Santo, es más, no tenía ni idea de que día eran las onomásticas de mis amigos. Aunque el desprendimiento lo sentí recíproco, porque hace años que —salvo gente muy cercana— nadie me felicita en el día de mi Santo.
Si la posmodernidad la inaugura Nitzsche con su «Dios ha muerto»; la neomodernidad la podemos inaugurar nosotros afirmando que «los santos también». Aunque no deja de ser una pena.
Tener el nombre de alguien que ha tenido una historia ejemplar  y notable  para la humanidad,  es una forma interesante de introducir un significante de relevancia en el inicio del software personal.
Para la gente de fe supone además, el saberse bajo la advocación de alguien fiable a quien recurrir en momentos difíciles. Aumque dudo de que exista dicha posibilidad si te llamas Kevin Costner de Jesús o Chenoa.
Quizás con la desaparición de los santos de la vida cotidiana hemos perdido el lugar común de relación que era felicitarnos en el día del Patrón o conocer al menos el recuerdo de alguien ejemplar. Quizás por eso ya no se venden aquellos libros sobrecogedores y entretenidos que son las «vidas de Santos» o «vidas ejemplares». Historias cargadas de dramatismo, crueldad y dolor, pero llenas de valor, altruismo y convicciones profundas. Con el laicismo se ha ganado en numerosos aspectos pero se ha perdido mucha literatura.
Viene a cuento por el pasado viernes de dolores, en el que caí en la cuenta de la cantidad de Dolores que conozco y a las que hacía años que no felicitaba. Decidí hacerlo y comprobé que, salvo la gente de la familia, el resto ni siquiera había reparado en que era el día de su onomástica. Felicitar el día del santo comienza a ser un exotismo, pero no deja de ser una oportunidad para demostrar a alguien a quien quieres que te acuerdas de él o de ella.
Felicidades pues a las Lolas, Lolitas, Lolis  y Dolores.
Queda un poco viejuno, pero que le vamos a hacer.
Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario Universitariode Santiago (CHUS)