La Voz de Galicia
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 Al sorprendente espectáculo que ya comenté hace un par de semanas en estas líneas del individuo autoapodado El Cobra, debo agregar algún espécimen más al bestiario popular.
El otro día me encontré haciendo zapping con uno de ellos: la exitosa cantante Lady Gaga — todo un derroche de extravagancia llevada al límite biológico—. Era noticia porque estuvo a punto de palmarla durante un vuelo trasatlántico. En pleno vuelo sus piernas empezaron a hincharse debido a un llamativo atuendo compuesto por tiras de cinta adhesiva y unos gigantescos zapatos diseñados por su amigo Alexander McQueen.

El conjunto era tan incómodo que le provocó los primeros síntomas de una peligrosa enfermedad: la trombosis venosa profunda.

Lady Gaga

Previamente, Lady Gaga había presumido en la BBC de lo lejos que sería capaz de llegar con  tal de no vestir ropa cómoda y normal.
No pude dejar de preguntarme el ¿para qué?
Lady Gaga es un buen ejemplo de cómo el ser humano actual tiende a convertir en estímulo no sólo todo lo que le rodea sino también todo lo que emerge de él.
El socorrido umbral del estímulo erótico ha bajado tanto que ya no escandaliza a nadie y los artistas, junto con otra mucha gente de a pié, tienen que aplicarse en otros aspectos para conseguir atrapar la mirada del otro. Lady Gaga y Marilyn Manson son buenos representantes de esta categoría de notas egregios.
Otro personaje genérico que se está reproduciendo geométricamente es el aquel que hace de su enfermedad, sufrir o malestar, un discurso seductor con el que atrapar el interés del público.
Así, me encuentro a la bella Eva Mendes declararse adicta al amor y a Melanie Griffith regresando a casa tras uno de sus periodos habituales de desintoxicación. Todos los días se escuchan en los medios a famosos y gente aparentemente normal dando cuenta de sus enfermedades, miserias y sufrimientos sin el más mínimo pudor.
A parte de que estos temas vendan, lo que más arrepío da es —parangonando a Hanna Arend— esa banalidad del enfermar humano que nos impregna.
En lo tocante a estos famosos extravagantes que hacen de sus actos excéntricos y de su imagen exagerada la manera, no ya de provocar, sino de apresar el interés del público, cabría hacer alguna reflexión más académica.
Los avances médicos en Psiquiatría y ciencias afines han vuelto más transparente el mundo de la locura y con ello, el loco se ha acercado más al hombre normal. Pero también han provocado lo que ya anticipó López Ibor hace más de cincuenta años, el proceso inverso: el hombre normal se ha aproximado más al loco.
Lo normal y lo anormal se allegan de tal manera que sus límites se vuelven borrosos.
Normal o anormal no es materia cuantificable, sino valorable. El hombre y la mujer actuales no sólo han descubierto el valor de lo anormal, sino que lo han exaltado a categoría de deseable y factor de éxito social.
La moda refleja plenamente esta circunstancia generalizando, desde los cuerpos tatuados y perforados, hasta las vestimentas desarrapadas de aspecto indigente que pueblan el paisaje humano.
¿Se nos ha llenado el mundo de anormales o es que los anormales somos ya nosotros?
Más bien es un síntoma más de esta época de declive de valores y verdades de referencia, en la que uno es su propio valor y su propia referencia.
La aproximación del sano al loco requiere hoy en día de unos métodos de medición muy finos para poder definir la frontera, si es que la hay. La imagen y las conductas no son ya reseñas válidas de normalidad. Ya no existen los excéntricos sencillamente porque ya no hay centro de referencia.
Cuerdos y locos conviven  hoy más que nunca sin apenas reconocerse.
Y todos pensando —como siempre— que el loco es el otro.
Luis Ferrer es jefe del  Servicio de Psiquiatría del Complexo  Hospitalario Universitario de Santiago (CHUS)