La Voz de Galicia
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Antes del tsunami de Indonesia en 2004, mi conocimiento sobre el fenómeno de la ola asesina se remontaba a un dibujo que de la misma había en el libro de ciencias naturales de SM de quinto de bachiller. Se veía una playa de aspecto tropical, en la que un tropel de gente corría despavorida mientras una ola gigantesca amenazaba con llegar a la orilla y tragárselos a todos. Daba miedo, pero resultaba muy ajeno porque lo sentías como algo irreal —propio de las novelas de aventuras de los mares del sur— que sólo existía en lugares muy lejanos. Desde luego la playa de Cambrils donde pasaba los veranos no tenía ningún parecido con la del dibujo en cuestión.
El tsunami pertenecía a la misma categoría que todos los monstruos y amenazas con las que el mar siempre ha inquietado al hombre; desde Homero a Herman Melville, de Daniel Defoe a Verne. La mar es de las pocas cosas que aún mantienen un misterio infranqueable.
Hace pocos días otro tsunami se me coló en el comedor proveniente de Chile. Parece como si la cosa se estuviera volviendo familiar y todo el mundo lo asumiera como algo cotidiano, algo parecido a los huracanes y las ciclogénesis explosivas con nombres de vodevil que últimamente también nos vistan con frecuencia. A mí que no me cuenten macanas, pero esto no es normal.
Hoy mismo, veo en la televisión los muertos y desperfectos causados en un crucero por una ola gigante en medio del Mediterráneo. Una ola de más de veinte metros que surge de la nada y te pega un guantazo mortal.
Desconocía la existencia de semejante cosa, así que me asomé al Google para documentarme. Y me encontré con que sí, con que tomadas por legendarias, se las conoce hoy en día como un fenómeno natural de los océanos, no infrecuente, pero muy extrañamente testimoniado. Los relatos de marineros y los daños infligidos a barcos sugerían su existencia, pero su medición científica no fue confirmada positivamente hasta el seguimiento de una ola gigante en la plataforma petrolífera Draupner en el Mar del Norte el 1 de enero de 1995. El evento, que infligió daños menores a la plataforma, confirmó la validez de la medida: existían las olas gigantes.
Las olas gigantes han sido citadas en los medios de comunicación como la posible causa de la súbita e inexplicable desaparición de muchos barcos transoceánicos. Aunque podría ser una causa creíble de muchas pérdidas inexplicables no hay hasta ahora evidencias claras, ni tampoco ningún caso donde haya sido la causa confirmada. Uno de los pocos en los que existen evidencias de que una ola gigante «podría» haber sido la causa del hundimiento de un buque es la desaparición del carguero MS München. En febrero de 2000, un buque inglés de investigación oceanográfica navegando en la zona del peñón Rockall al oeste de Escocia, halló las mayores olas jamás medidas por instrumentos científicos en mar abierto. Al parecer pudo contarlo, pero no volvió.
Vuelvo a la tele y me encuentro con dos expertos del tema que comentan el suceso en un tono displicente: «Las olas gigantes son muy frecuentes, lo que pasa es que normalmente se forman en el medio del océano y nadie las ve» —dice uno de ellos—. El otro apostilla: «La gente se piensa que estos fenómenos sólo se dan en los océanos, pero en los mares son peores, porque los mares están encajonados».
Me resultó raro por que en el libro de texto de la editorial SM no hacían referencia a estas cosas —y los textos de Bachillerato eran muy de fiar—.
A mí que no me cuenten macanas que lo que está pasando últimamente no tiene nada de normal, y que como sigamos así, pronto aparecerán sirenas y titanes, Polifemos y Neptunos. Y hasta Moby Dick tuneada con publicidad en el lomo.
Apuesto a que también habrá expertos que dirán por la tele que llevan años tomándose copas con ellos.
No pasa nada.
Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario Universitariode Santiago (CHUS)