La Voz de Galicia
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En el sufrir y el gozar los seres humanos solemos ser muy egoístas —sin que esta afirmación tenga nada que ver con el compartir, que pertenece al mundo de la relación que es otro nivel del psiquismo—.

Me refiero a que cuando uno sufre de verdad suele pensar que nadie sufre como él. Las pérdidas, las rupturas, las enfermedades de uno siempre son peores que las de los demás. Las alegrías, los amores, los buenos momentos, siempre huelen más intensamente que los de cualquiera. Por eso cuando uno reparte de forma indiscriminada sus sentimientos más profundos en público, siempre juega una suerte de impostura.
Estoy gratamente sorprendido de que alguien —me encantaría saber quién ha sido— de Hollywood, haya dictado la norma de que en la ceremonia de los Oscars se evite mentar a la familia y mucho menos ponerse a llorar. Me parece un ejercicio de rigor y valentía, que bien merece un comentario.
La cuestión está fresca porque hace pocos días que contemplaba, junto con otros tres millones de paisanos, la ceremonia de entrega de los Goya. Ese happening de autobombo y afectorrea que, al igual que su original de los Oscars, nos entusiasma todos los años.
Hablo de afectorrea porque creo que el neologismo describe a la perfección el común hacer de muchos de los galardonados y de mucha otra gente que desparrama sus afectos con una incontinencia que a algunos nos resulta incómoda. Incómoda por lo ñoña e impudorosa y por lo falsaria e histriónica.
Un ejemplo claro de lo que digo lo tienen ustedes en el discurso del gran histrión que es Almodóvar durante la recogida de su Oscar. Aquella afectorrea imparable en la que se acordó de toda su familia y todos los santos y que resultaba ser la manera más desproporcionada de hablar exclusivamente de sí mismo.
Qué distinta de la negativa tildada de excéntrica del gran Woody Allen renunciando a recoger el galardón académico —se nota que está psicoanalizado— y preferir quedarse tocando el clarinete o recogiendo un premio como el Príncipe de Asturias, en los que se habla poco y menos de uno mismo o de los amigos.
El autoengaño del afectorreico consiste en creer que exponiendo toda la casquería sentimental en público, éste le reconocerá como  desea que le conozcan: como un tipo auténtico y sincero. Solo que cuanto más intenta ser como quiere ser, más es él mismo; de ahí que la afectorrea sea una solución que no hace más que mantener la impostura.
No dudo que los afectorreicos famosos saquen un beneficio de su condición de tales, hasta puedo entender que sea un síntoma más de su fama, pero los afectorreicos de andar por casa me cargan sobremanera.
Conozco gente que aunque te conozca poco y la veas de tanto en cuanto, cada vez que la encuentras te hace creer que ha estado pensando en ti todo el tiempo. Resulta tan agradable como falso y ese es un cóctel que no me sabe nada bien. Las cosas verdaderamente importantes se saben sin decir y se dicen sin hablar.
Otros afectorreicos acompañan su discurso de un manoseo permanente que, por lo cargante, te dan ganas de reivindicar aquello —que tan bien describieron los estudiosos de la proxémica humana— de la burbuja existencial que nos envuelve en un radio de cuarenta centímetros y que si se traspasa sin permiso supone una invasión en toda regla del espacio de uno. Una cosa es una caricia espontánea y otra un sobeteo pertinaz.
Es bueno expresar los afectos, pero hay afectos e intensidades de afectos que no se pueden expresar de verdad salvo en contadas ocasiones.
En concreto, tres.
Describía el maestro Ajuriaguerra estas tres únicas situaciones en las que podemos sostener la mirada del otro más allá de un puñado de segundos. Humildemente añadiría que son las mismas en las que podemos ser afectorreicos de una forma verdaderamente espontánea.
La mirada sostenida y la afectorrea sincera que se mantiene con  un bebé —y por extensión con cualquier cachorro—, con un amante o con un enemigo.
Suena el concierto de violín en do menor de Bach y releo lo que he escrito. Llevo la mirada de la pantalla a la ría de Noia que se asoma a la ventana y bebo imágenes de mar, como beben las gallinas.
Me vienen a la mente escenas de sublimes afectorreas propias y ajenas y de repente —sin saber por qué— aparecen Belén Esteban, Lidia Lozano, Jorge Javier, Bustamante, Baltar, Leire Pajín, Paquirrín y un montón de personajes que me rompen la burbuja existencial decidiendo poner punto final a este asunto.

Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario Universitario de Santiago (CHUS)