La Voz de Galicia
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Coincidió por azar que el fin de semana estuviera leyendo un texto sobre El arte de la vida de Z. Bauman y por la noche hiciera un zapping televisivo. En el paseo digital terrestre me encontré con un programa de los habituales —empiezan a ser una fatiga persecutoria— en el que varios contertulios de aspecto poligonero retocado, definían, defendían y polemizaban acerca de lo que es un follamigo, su manual de uso y sus circunstancias.

El hecho de que la disertación estuviera ilustrada con preguntas a gente por la calle y que la mayoría opinara con total conocimiento del término demuestra que éste ha cuajado socialmente, lo que viene a demostrar, que los follamigos son una entidad real y en evidente expansión.
El término lo acuñó Samantha, la ardiente rubia de Sexo en Nueva York. Un follamigo es un amigo con quien se tienen relaciones sexuales de forma esporádica, puntual y con el acuerdo mutuo de que se trata exclusivamente de la necesidad de un alivio, sin compromiso alguno y sin ningún tipo de sentimientos más allá de los previos que se tienen como amigos.
La aparición del follamigo es todo un ejemplo del sentido que toma nuestra la civilización y de los profundos cambios a los que estamos asistiendo casi sin darnos cuenta.
La expansión del follamigo supone el languidecimiento de la etapa de cortejo y seducción habituales en lo que hasta ahora suponía una relación sexual normal.
Los griegos distinguían entre el Eros, el placer psíquico y físico de la atracción sexual; la Afrodisia, el goce carnal; y el Ágape, como placer de la relación social y la solidaridad.
Los grandes mitos del erotismo han dado vida a todas estas posibilidades en formas de Romeo, Mesalina, Don Juan, Ava Gadner, Cassanova, Sade… Se diría que ya estaba todo inventado, pero la aparición del follamigo demuestra que no es así y que el ser humano se construye a sí mismo cambiando la realidad primero, para que luego ésta le cambie a él.
Dos hechos relevantes han venido a transformar un aspecto de la realidad como son las relaciones sexuales. Por un lado, el retroceso afortunado del carácter machista de la sociedad donde la figura del conquistador/conquistada empieza a ser una pieza de museo y por otro,  la huida feliz de la mujer del lugar de la pudorosa Doña Ines o la nostálgica Penélope.
El follamigo no supone una conquista sino un acuerdo pactado. No precisa de la esgrima de la seducción sino de la asepsia emocional de un contrato.
A Romeo y Julieta los movía el amor; a Casanova y sus amantes, el deseo; a Don Juan y Zulaica, el deseo y el rencor, pero todos pasaban por el arco de la seducción previa.
A los follamigos sólo les mueve el apretón mutuo que se resuelve más rápido, barato y seguro con alguien conocido —sin prolegómenos emocionales que lo único que hacen es añadir sentimientos incompatibles con este tipo de amor líquido, en el que no cabe la demora, la intimidad ni el compromiso—.
En realidad el follamigo es un autoerotismo exprés que no busca el encuentro erótico con el otro, sino la satisfacción de cada uno, lo que viene a ser un ejemplo del carácter acelerado, pragmático e individualista que impregna la realidad de las relaciones que hemos construido.
Hasta ahora, lo más parecido al follamigo era el “aquí te pillo, aquí te mato” que siempre ha sido una práctica gozosa, pero que desprovisto de la sorpresa y la trasgresión se queda en un soso: “Si te apetece lo hacemos”, que es el caso del follamigo.
En estos tiempos neomodernos en los que el café se toma sin cafeína, la cerveza sin alcohol y el sexo sin riesgo ni responsabilidades, confío en que nos den un margen para adaptarnos a todos aquellos que aún no hemos superado la modernidad.
El follamigo tiene la misma lógica consumista, apresurada y de satisfacción inmediata del deseo que sustituye la cocina tradicional por las latas de conserva y la comida preparada.
Y al igual que éstas te aseguran siempre el mismo sabor y matar la fame, también te quitan la emoción de que se te queme la cena y la gloria de lo irrepetible.
Carpe Diem.