La Voz de Galicia
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No están muy lejos aquellos tiempos en los que al ir al cine se distinguían varios géneros claramente diferenciados: las de recordar, las de romanos, del oeste, de guerra, de amor y lujo, de ciencia ficción y las de terror. Dentro de las de terror estaban las de muertos,  psicópatas, momias y —todo un género a parte—, las de vampiros.
El conde Drácula ha dado mucho más que hablar y filmar de lo que seguramente soñaba su creador Bram Stoker allá por 1897.
Las pelis de vampiros , a parte de dar miedo, generalmente desprenden un cierto aroma erótico que muchos directores han aprovechado con talento. Eso de morder cuellos esbeltos y chupar la sangre de señoritas elegantes tiene su aquel, más si después la señorita en cuestión queda eternamente seducida por su captor participando con el en orgías nocturnas y dionisíacas. La sangre como símbolo ambivalente de vida y muerte es muy de Eros.
Pues hete aquí que llevado por el éxito mediático de la última de vampiros, la saga Crepúsculo y Luna Nueva, decidí prepararme un buen paquete de palomitas y meterme ambas las dos en una sesión continua que no conseguí acabar.
Esperaba una versión renovada y con efectos especiales que empequeñeciera al gran Crystopher Lee o al recientemente fallecido Paul Naschy, pero la prometedora peli de vampiros resultó ser un pastelón empalagoso. Sólo el éxito arrollador de taquilla y la fama adquirida por sus protagonistas entre el mundo adolescente me mantuvo atento y dio que pensar.
La película es una adaptación de la obra que comprende una saga de cuatro novelas —prepárense porque no tardarán en versionar el resto— de la autora estadounidense Stephenie Meyer.
La tal Meyer nació en 1973 y escribió la primera con treinta y dos años, es decir una mujer muy joven que escribe para gente joven.
La historia lejos de ser una peli de vampiros es una apoteosis adolescente y si tenemos en cuenta que en nuestra sociedad la adolescencia se prolonga en muchos casos más allá de los cuarenta, no me extraña el éxito obtenido.
La trama manifiesta de la narración no oculta la clave de su éxito, que no es más que lo que late tras ella: la escenificación de todos y cada uno de los tópicos adolescentes. A saber:
La necesidad de dotarse de una  identidad: Bella Swan, la protagonista es una joven borrosa y atormentada que acaba encontrando su razón de ser enamorándose de Edward, el chico raro que resulta ser un vampiro bueno. Algo análogo a la fascinación que ejercen sobre los adolescentes los tipos que se arriesgan consumiendo sustancias y caminando por el lado oscuro de la vida, mostrando esa ambivalencia del chico malo y autosuficiente que no parece tan malo pero del que hechiza su aparente seguridad.
La necesidad de intimidad y secretos, que en el adolescente cumplen la función de trazar una frontera que los separe del mundo infantil amparado por los padres del que pugna por salir. En la saga Crepúsculo todo es un secreto, la existencia de vampiros, licántropos y demás seres oscuros sólo es conocida por los “iniciados”. El resto, padres y amigos “infantiles”, desconocen por completo el oscuro y peligroso mundo que se cuece más allá de las aulas del instituto.
El tránsito adolescente, la superación de la infancia ha requerido siempre de ritos de paso generalmente relacionados con la sangre —la menstruación en la mujer o la circuncisión en el varón— y formalizados con un alejamiento temporal del grupo; la historia de vampiros que cuenta la peli está cuajada de sangre y viajes de ida y vuelta al bosque donde sólo habitan criaturas desconocidas y eternas y donde se vive una vida de transformaciones; la conversión de Jacob —el pagafantas bueno que se convierte en licántropo— y el anhelo de la protagonista por ser “mordida” por el vampiro para convertirse en otra cosa, son un buen ejemplo.
Otra característica típicamente adolescente es la pasión, esa pasión melancólica que tiñe la adolescencia y sobre todo el encuentro amoroso. Aquí es donde la película se hace un pastelón excesivo de miradas atormentadas, ideas suicidas e interminables planos de miradas perdidas al infinito cogidos de la mano.
Resumiendo, que no me extraña el éxito obtenido por la obra y que sus protagonistas se hayan convertido en ídolos de tantos adolescentes y no tan adolescente, porque de estos cada día hay más.
Pero de vampiros de verdad no tiene nada. ¿En qué cabeza cabe que los vampiros jueguen al beisbol?
Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario Universitario de Santiago (CHUS)