La Voz de Galicia
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En estos días de celebraciones navideñas —¿O debemos empezar a denominarlas fiestas de invierno?— en las que los excesos y las transgresiones a los ritmos biológicos se acumulan, me he vuelto a encontrar con una vieja conocida: la resaca.
Cuando la resaca era joven, era más liviana y llevadera; ahora de mayor es una señora insoportable.

Antes no te hacía maldecir la noche anterior, ahora te lo piensas un día entero. ¿Cómo se habrá vuelto tan pesada? Para mí que son los años y conforme se va haciendo mayor es menos amiga de festejos y se vuelve cada vez más refunfuñona.
La resaca de joven era un tema para el chiste del día después, ahora es una cuestión de omeprazol e ibuprofeno que no tiene ninguna gracia, ninguna.
Las leyendas urbanas de tipo “se pasa con dos cañas”, “hay que comer” o “un zumo con aspirina” acerca de cómo superarla, son absolutamente ineficaces cuando la resaca se añeja y te deja grogui un día entero en el que no puedes hacer otra cosa que vegetar. Un tostón.
Yo creo que la resaca se ha vuelto así de desagradable porque conforme se hace mayor se divierte menos en las fiestas y le cansa más la gente. Cada vez tiene menos noches apasionadas en las que la adrenalina queme el alcohol como un mechero Bunssen; sus amigos dejan de contar cosas divertidas para pasar a hablar de enfermedades y rupturas, y ella cada vez tiene menos cosas que contar o no le apetece contárselas a nadie. No me extraña que te haga maldecir la noche anterior con tal de no volver a soportarla. La resaca es una traidora amargada de la que no te puedes fiar.
Ya su nombre lo indica todo, porque mira que no deja de ser significativo un término que hace alusión a algo que te trae y te lleva, te aturde y te deja lleno de residuos.
Hay resacas light como la resaca de la noche electoral, la resaca del combate o la resaca del éxito; pero la peor de todas es la resaca viejuna del festejo navideño de amigos, empresa o familia.
Se lo dije muy claramente: no quiero verte por aquí hasta que no vuelvas a ser la que eras. Si te pasas te machacaré con ranitidinas y paracetamol, que lo sepas. Y la muy canalla sonrió con esa mueca de complacencia y seguridad que sólo posee la muerte. “Intentaló —me dijo— verás como no eres capaz de evitarme y acabarás renunciando al más mínimo jolgorio sólo por el temor de que vaya a por ti. Mamón”. Definitivamente estaba intratable.
Y aquí me tienen enfrentado a la semana trágica de todos los años en las que el fantasma de la resaca no deja de asediarme entre mariscos, corderos y turrón. He pensado en moderarme, pero eso sería una claudicación preventiva a la que no estoy dispuesto a someterme. La otra alternativa es evitarlas, pero entonces le daría la razón a la vieja resaca y estaría el tiempo que me queda lamiéndome las heridas de las renuncias.
No sé qué hacer. Posiblemente la única salida sea intentar que la pasión, la amistad y las historias de las noches de autos sean lo suficientemente buenas como para doblegar a la resaca y hacerla liviana y llevadera como cuando era joven.
Y si no funciona tirar de omeprazol, ranitidina, ibuprofeno o parecematol hasta que el cuerpo aguante y la perra resaca cumpla su maldición.
¡Salud!
Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario Universitario de Santiago (CHUS)