La Voz de Galicia
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Zygmund Bauman es probablemente uno de los pensadores más lúcidos del momento, a parte del afortunado concepto de “vida líquida” con el que describe el modo de vida actual, ensaya un pensamiento inquietante sobre el problema que se oculta tras los desheredados, los residuos humanos y las vidas desperdiciadas.
La verdad es que hay tantas vidas como individuos, el engrudo que las une es sólo la coincidencia histórica y el nivel económico de cada una. A partir de ahí, cada cual construye su propia realidad. Sentimientos, valores, trastornos, mitos familiares, cultura… son las bases moleculares con las que se trenza la narrativa de cada uno. Todos semejantes pero diferentes en la forma de percibir la realidad.
Pase el fin de semana en Madrid y cogí el metro —espléndido metro el de Madrid—. Patee Retiro, Moncloa, Ciudad Universitaria y desayuné café con porras que son la rendición de mi voluntad.
En Madrid me encontré con la crisis en cuerpo y alma. La ciudad está muy bonita pero su paisaje humano está cambiado.
Hacía años que no veía tanta gente con un bocadillo en el bolsillo y cara de frío. Como en todas las grandes ciudades europeas, lo que más se ve por la calle son emigrantes, sólo que los nuestros tienen un aspecto más empobrecido. Llevan tatuados el paro, la explotación y la añoranza en el rostro.
Imaginé mil historias para cada uno de ellos pero sólo pude corroborar cinco.
En el trayecto que va desde Guzmán el Bueno a la Terminal cuatro de Barajas, me encontré con Adu —un senegalés tallado en ébano— que hacía sonar una percusión extraordinaria. Le di dos euro y el me dio su música y su historia: había llegado con cuatro compañeros para tocar en un festival folklórico y se quedó a vivir tocando los bongos en el trayecto de la línea seis —hasta que no le salga algo más seguro—. Dice que notó crisis en que el personal no está para obsequios y hace mucho tiempo que no sale ningún trabajo mejor que tocar en el metro.
Ya en la línea ocho irrumpió en el vagón Goran, un chaval de veintipocos con un acordeón excitado que no cesaba de tocar Sardas balcánicas , su tierra natal. A su parecer, la crisis se nota en que saca menos dinero, pero más amigos —la escasez siempre es más solidaria que la opulencia—.
Y en la bajada al enlace con el aeropuerto me gané diez minutos escuchando una trompeta, un bajo y una rítmica que llenaban el túnel de un sonido de Villace neoyorquino. John, Chu-Su y Paul forman un grupo de jazz callejero que después de desertar de sus brillantes carreras oficiales, decidieron irse a recorrer mundo haciendo lo que más les gusta.
Para ellos, que venían de andar por toda Europa, la crisis se notaba en Madrid por que la gente no se paraba tanto a escuchar la música y parecían ensimismados —quizás preocupados—.
Hay vida más allá de la vida que se ve, toda una vida paralela y escondida que se nutre de la vida que vivimos la mayoría. Si a nosotros nos va bien, a ellos les va de cine; si nos va mal, ellos también sufren. Sin embargo, nunca ocurre al revés, el padecer o gozar de las vidas subterráneas no nos afecta para nada porque —para la mayoría— son desconocidas.
Esa vida subterránea que habita las grandes ciudades está manufacturada con historias de chabola, fracasos, locuras, errores y poca fortuna; pero que vive, convive y equilibra el riesgo de que los demás dejemos de percibir el sentido más elemental de la vida: sobrevivir. No tienen hipoteca, ni seguros de vida —que absurdo asegurar la vida cuando lo único que se puede asegurar es la muerte—, ni tarjeta sanitaria, ni horario ni objetivos. Y sin embargo sobreviven ¿qué difícil no?
Un brindis para todas esas vidas subterráneas, que serán subterráneas pero no menos vida. Es más, a veces resultan envidiables.
Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario Universitario de Santiago (CHUS)