La Voz de Galicia
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Después de una soleada pausa vacacional por el país de los Cátaros, me veo a vueltas de nuevo con este verano cicatero del norte. Nunca entendí muy bien por qué en el sur de Francia hace tanto calor mientras en nuestro Norte se está tan fresquito. El caso es que me alegró el reencuentro con “esos seres animados que algunos llaman nieblas” —Otero Pedrayo dixit—, aunque al cabo de unos días echara de menos ese calor del oriente.Hay quien dice que últimamente en Galicia tenemos veranos malos, pero lo cierto es que tenemos los veranos que hemos tenido siempre y que son los que hicieron del Norte el lugar de descanso estival por antonomasia para quienes podían permitírselo.
Mirándolo bien, lo lógico en verano es abarlobarse hacia donde haga menos calor —que es el origen del concepto veranear— sin embargo, la gente hace todo lo contrario, desafía el orgullo del Sol y se va a dónde más duele. No importa que nos abrasemos, gastemos una fortuna en ungüentos y aire acondicionado, suframos síncopes y golpes de calor, a la gente parece que le va marcha —un rasgo más de esta sociedad hipomaníaca que nos ha tocado vivir—.
En la marcha de las vacaciones nacionales —los que las disfrutan— se sufre la extraña activación de algún no menos extraño reloj biológico, que nos empuja irresistiblemente a vestirnos de una forma que es la demostración palpable de que uno acaba de perderse el respeto a sí mismo nada más dejar de trabajar y ponerse al sol. La ropa de verano se ha uniformado en un collage en el que vale todo, hasta la nada.
Una vez activados, es tal el ansia con que pretendemos hacer todo lo previsto que acabamos estresados, pesados del estómago y ligeros de cash. A muchos les cuesta el divorcio —septiembre es el mes del año con mayor tasa de divorcios desde que existe el divorcio en España—. La ruptura de rutinas es una situación de moderado riesgo de estrés, y si a este estado se le añade una convivencia permanente en la que se pierden los escasos momentos de intimidad personal, y la aparición en el escenario de un montón de personajes estacionales con los que sólo se convive en verano, se configura una situación explosiva en la que una pequeña chispa puede hacer saltar el polvorín —y no me extrañaría que alguna de estas chispas sea la pinta con que nos presentamos al otro estando de vacaciones—.
Las vacaciones son tan cortas que es imposible parar de golpe el ritmo que llevamos. Rompemos el ciclo biológico de nuestro sueño habitual pero no tenemos tiempo de adaptarnos al nuevo, queremos cambiar las rutinas, pero no da tiempo a habituarse a las nuevas y llegas a aburrirte de no hacer nada.
Digo yo que los veranos del Norte son más calmados, no estimulan tanto la melatonina y el deseo y con suerte impiden a la gente ir todo el día disfrazada. Los veranos del Norte tienen unas digestiones más lentas pero menos pesadas. Son húmedos y precisan de una sabanita para dormir, disfrutan de más horas de luz y fascinan con sus atardeceres de Poniente. En el verano del norte no hace un calor sofocante y nunca están masificados, lo que no parece ser lo más apetecido por los hooligans veraniegos —afortunadamente—.
Los veranos del norte nunca se desprenden de todo del invierno, siempre muestran el recuerdo de sus lluvias, nieblas y bajas temperaturas. Son excelentes para los pulmones y la piel e inmisericordes con los huesos.
Los veranos en Galicia son un espectáculo ubicuo dónde es prácticamente imposible que no haya una fiesta en menos de veinte kilómetros a la redonda. Son veranos orales en los que se hace gala de todo tipo de banquetes comunitarios, muy distintos a los fálicos del sur. En los veranos del noroeste se desatan los instintos churrasqueros, de ranchera y verbenas amenizadas por vocalistas voluptuosas.
Los veranos del Norte tienen aguas limpias y sitio para poner la toalla.
Algún día la gente volverá a descubrir estos veranos norteños y nos invadirá por cielo, mar y AVE. Esperemos que para entonces hayamos sido capaces de salvaguardar esta tierra que sólo debería dar el pase a un turismo sin chanclas ni tinto de verano.
Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complejo Hospitalrio Juan Canalejo