La Voz de Galicia
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Es curioso cómo llega un momento en la vida en que parece que todo lo importante sucedió hace más de veinte años.
El tejerazo, aquel viaje, la boda de fulano, el bebé de zutana, la chica de ayer, la licenciatura, la pana de González o los tirantes de Fraga.
Veinte años que me enamoré, que me mudé, que me equivoqué y que acerté. Veinte años de Born in the USA, del Sufre mamón, de La escuela de calor y del Galicia caníbal… Parece increíble.
Pero esta sensación de extrañeza que da echar las cuentas y sentir el vértigo del tiempo no deja de ser un simple ejercicio cognitivo mediado por el lenguaje y la posibilidad que tenemos los humanos de conjugar los verbos. En realidad las cosas no han cambiado mucho, hay cosas que no cambian. Siempre somos lo mismo aunque nunca seamos el mismo.
Hay un pasaje de Lewis Carrol en Alicia en el país de las maravillas que ilustra muy bien esta idea. Es el momento en que Alicia no podía explicarse cómo empezó aquella loca carrera de la mano de la Reina, aquella en que no podía hacer otra cosa más que correr todo lo que podía para no separarse de ella y, aún así, la Reina continuaba jaleándola: “¡Más rápido, más rápido!”.
Lo verdaderamente curioso para Alicia era que los árboles y otros objetos que estaban alrededor de ella nunca variaban de lugar, por más rápido que corriera, nunca lograba sobrepasar ni uno de ellos.
“¿Será que todas las cosas se mueven con nosotras?”. Se preguntó desconcertada Alicia.
Y efectivamente así es.
Envejecemos al mismo tiempo que todo lo que nos rodea y solamente tomamos conciencia del tiempo cuando percibimos cambios llamativos o comprobamos la aparición de nuevos elementos inexistentes hasta entonces. Te das cuenta de que te haces  mayor no porque te veas así, sino porque aparecen en tu vida nuevas gentes de una juventud escandalosa que son las que te devuelven una imagen diferente a la que uno percibe. Eso es lo que pasa cuando alguien se dirige a ti tratándote de usted sin que hubieras reparado hasta ese momento en que el individuo en cuestión tiene veinte años menos que tú; o cuando das por hecho que el joven que tienes delante tiene tu mismo software y lo ves quedarse perplejo si traes a colación el excelente Jesucristo Super Star que interpretó Camilo Sexto, el pundonor de Pirri o lo tremenda que estaba Ágata Lis. Es en esos momentos dónde el córtex prefrontal da cuatro vueltas y te presenta el cartel de “es que hace más de veinte años, colega”.
Hay una cierta complicidad generacional que nos cohesiona a quienes vivimos lo suficiente para contarlo. Por eso los amigos son un elemento indispensable para poder conservar una identidad y, quien carece de ellos, se convierte en un apátrida desorientado cuyos recuerdos se desvanecen como lágrimas en la lluvia —replicante de Blade Runner dixit, también hace más de veinte años—.
Por eso, también, los ancianos se deterioran de forma directamente proporcional a la pérdida de su red social de amistades. No es la soledad la que desorienta y marchita, sino la ausencia de esos testigos generacionales que nos permiten presentificar los recuerdos —algo muy distinto al simple y frustrante contar las batallitas a quien no saboreó esa piel ni se emocionó con ese tema—.
Lo más apasionante y difícil de quienes hace más de veinte años que tuvieron veinte años es seguir viviendo con la misma intensidad capaz de generar e incorporar historias que puedan producir en la cara del joven aún por venir, la misma perplejidad que nos produce reconocer la ignorancia en los de ahora.
Ser capaces de poder decir dentro de veinte años que lo más importante que nos pasó últimamente pasó hace más de veinte años. En eso sencillamente consiste estar vivo, lo demás son batallitas y canas en el alma.
Por cierto, hace más de veinte años que Kun Fu daba mandobles en el oeste profundo y hace pocos días que el mismo David Carradine nos ha brindando su último shatori. Un tipo joven y sediento de vida, sin duda alguna.
Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complejo Hospitalario Universitario de Santiago (CHUS)