La Voz de Galicia
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Una de las películas que más me han gustado de las que he visto últimamente es Revolutionary Road, con Leonardo Di Caprio en el papel protagonista.
Es una historia extrapolable a cualquier vida, y lo es porque en ella se muestra el conflicto que todos tenemos que lidiar entre los dos instintos básicos del ser humano, lo que Freud llamó el Eros y el Tanatos.
El primero hace referencia a ese impulso que a veces nos asalta bajo la necesidad de un cambio no importa hacia dónde; ese susurro interno que te dice: “Cambia, busca, lucha, no te conformes, puedes intentarlo…”
El segundo machaca todo lo contrario: “Estate quieto, no cambies, no hay nada mejor, estas bien así…”
La vida no es más que un viaje entre estas dos Escila y Caripdis. Hay momentos en que nos dejamos seducir por el Tánatos y nada nos inquieta, ni siquiera nuestros sueños e ilusiones son capaces de romper la inercia de este instinto de muerte en el que se goza del placer que supone no sentir ninguna tensión. Da igual que lo que hayamos conseguido no tenga nada que ver con lo que siempre deseamos o imaginamos. Te acomodas, te cansas, te asusta seguir persiguiendo una fantasía y acabas sometiéndote a la realidad.
Por el contrario, hay épocas —generalmente significadas en los cambios y crisis vitales— en las que nos aborda la necesidad de cambiar de vida, de romper con lo hecho y apostar por lo incierto, lo arriesgado… Quemar las naves y poner rumbo a otra Itaca con otra tripulación, otros objetivos y otros anhelos.
En el filme se refleja muy bien esta lucha de renuncias que se da en todas las vidas.
Conozco gente de todo tipo, gente que apostó por el Eros y fue feliz, y otra que “apostó por una locura” que le hipotecó el resto de la vida.
Gente que renunció a una ilusión y asumió el sometimiento con serenidad; y gente que lamentó durante muchos años su falta de atrevimiento.

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No es fácil resolver esta ecuación para la que no existen mapas, ni navegadores que puedan orientarnos y asegurarnos una feliz llegada. Eso es lo peligroso y a la vez lo fascinante de atreverse a dirigir el rumbo de la vida.
En último término lo que nos condiciona es el miedo a la incertidumbre, la angustia a la que hay que hacer frente cuando se apuesta por un cambio. Un bucle de Moëbius cuyo punto de partida es la ilusión por vivir otra vida, y en el que conforme avanzamos va creciendo la angustia por lo que dejamos atrás. Cuando esta angustia se hace insoportable, gana el Tanatos y regresamos acobardados al cobijo seguro del punto de partida. Cuando se aguanta el tirón y se consigue llegar a otros puertos, tardamos mucho en percatarnos de que volvemos a estar en el mismo punto de partida, a sentir la misma necesidad de cambio solo que desde otro sitio.
Di Caprio se debate en la película entre ejecutar el sueño compartido de irse a vivir a París o quedarse en su pueblo trabajando en el mismo trabajo que tuvo su padre y del que siempre despotricó. Cuando ya tocaba la torre Eifel con la punta de los dedos, la posibilidad de un ascenso laboral le desveló la tentación de una certidumbre acomodada y comenzó a dudar. Poco a poco se fue cargando de razones que acabaron doblegando la ilusión y acabó apostando por la seguridad.
Pero toda elección lleva de la mano una renuncia y en la película como en la vida, siempre duele más lo que pudo ser que lo que ha sido. Quizás la felicidad consista en el resultado final de esta cuenta de balances.

Luis Ferrer es jefe  del Servicio de Psiquiatría del Complejo Hospitalario Universitario de Santiago (CHUS)