La Voz de Galicia
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La atracción fatal surgió desde que tuve uso de razón y supe comprender lo que suponía tener El Espasa. Fíjense bien en el detalle de que no se tiene “uno” sino “El”, lo cual deja claro la singularidad que suponía ser propietario del Gran Espasa Universal.

Los pocos Espasas que conocí de joven siempre reposaban en casas de gente mayor, casas de penumbra a pleno sol y habitantes honorables. Esas casas que huelen a la pólvora de una vida gastada. El primero lo contemplé unos minutos antes de que los chamarileros saquearan al peso la espléndida biblioteca del tío de Paco —un íntimo amigo de Madrid—. El tío Luis — que a la sazón había sido médico de Don Alfonso XIII— poseía una biblioteca colosal, de esas bibliotecas de finales de siglo que delatan una educación germana y el goce por el           conocimiento.

Observé cómo se llevaban el Espasa a tropezones y sentí la sensación de estar presenciando impotente el rapto, la violación y muerte de la doncella de los anaqueles. Juré venganza y aproveché para despistar el tratado de anatomía de Testut Latargete y la psicopatología de Jaspers a los cuatreros.

El segundo lo tiene un maestro orensano sepultado entre dobles y triples filas de libros de toda índole. Vicente es un hombre enciclopédico, lo más parecido a un sabio que he conocido nunca. Yo hojeaba su Espasa mientras él crucificaba mariposas componiendo la mejor colección de Galicia y, al mismo tiempo, susurraba con una voz en off: “No serás nada hasta que lo tengas”… Lo de La Enciclopedia británica y El Bompiani que dice Borges que tiene que tener toda biblioteca que se precie, es una memez; Borges es un anglófilo clandestino”.

El tercero lo caché haciendo bonito dentro de una librería de estilo inglés en la mansión de un posmoderno. Me contemplaba desde los estantes con la mirada del perro abandonado que sale en las campañas de verano, con ese gesto de fatiga y resignación.

Pasé la vida deseando tener un Espasa pero sin disponer de posibles para pagarlo a toca teja ni mensualidades hipotecarias capaces de resistirlo. Así que no fue hasta hace cinco años que pude pagar el rescate y lo compré a plazos amén de tener que desalojar una pared para acomodarlo.

Era la última edición del Espasa —una única edición para coleccionistas— y no lo pude soportar.

Debatí mucho conmigo mismo porque no se crean que uno es  tan tonto como para no darse cuenta de la solemne tontería que supone comprarse un Espasa en la era del Google, pero no se trataba de eso.

El tercer axioma de la pragmática de la comunicación humana asevera que hay profecías que se autocumplen. Los ideales y los pensamientos se inoculan en nosotros como si fueran gérmenes ejecutando un software que les lleva a dirigir nuestra vida en un sentido inevitable. Miren sino lo que le pasó al pobre Machbet cuando la bruja le dijo “tu serás rey” —y se lo creyó—.

Esta cuestiones tan fuera de la “lógica del supermercado” imperante no se pueden resolver apelando a soluciones realistas. Las respuestas siempre están en clave simbólica y los símbolos son eso, las dos partes de la estatuilla de barro que los antiguos griegos rompían en dos pedazos para poder reconocer a su regreso al hijo que partió y que daba fe de su identidad casando las dos partes, la que llevo con él toda la vida y la que quedó en la familia.

A lo que separa estas cosas de tipo simbólico se le denomina diábolo —en referencia a la traducción de Satán: “El que separa”—.

El dilema estaba en considerar el dispendio inútil que suponía comprar El Espasa como una tentación satánica, o vivirlo como una profecía autocumplida con un par de lo que hay que tener —y acabar de una vez con el ciclo vital de un símbolo que me había mantenido vivo el deseo un buen pedazo de vida—.

El psicoanálisis lacaniano sostiene que el momento de máximo goce se obtiene justo antes del abrazo, es decir, de culminar un deseo. Quizás por eso aún no le quité al Espasa el celofán de los tomos.

O quizás ya esté empezando a oler a pólvora.