La Voz de Galicia
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Leer un buen libro frente al fuego en un invierno frío es —pese al tópico— un placer exquisito. Lo disfruté el fin de semana leyendo el último premio Planeta de Sabater.
Por fin ha venido un invierno de verdad, de los de nieve temblona, mocos generosos y abrigo agradecido.
No sé por qué el frío tiene tan mala prensa entre las gentes de los países desarrollados. Debe de ser una reminiscencia de años más duros cuyo recuerdo aún se guarda en la memoria colectiva. Es cierto que la nieve, la lluvia o el hielo pueden incomodarnos en el día a día, pero por otra parte es de las pocas cosas que nos hacen apreciar el envés más duro de una naturaleza de la que —se supone— aún formamos parte.
De acuerdo que si algún placer puede producir el frío es cuando se vive en él pero no con él —que se lo pregunten sino a los millones de europeos que tienen que padecerlo a cargo de la partida de Monopoly que libran  rusos y ucranianos—. Pero circunstancias lamentables a parte, también hay fríos confortables.
El frío es centrípeto y el calor centrífugo, de ahí que las gentes caseras disfruten del frío más que aquellas que tienen la salita de la tele en el bar de en frente.
Me figuro que paralelamente a la memoria colectiva del frío perforándote los huesos —imagínense lo que debía suponer un dolor de muelas en el castillo de la Mota sin calefacción  ni aspirinas—, existe otra emoción asociada a él guardada en la amígdala cerebral que recuerda con sumo placer la entrada en la cueva con el fuego humeando dentro del hogar y un caldo caliente en la pota. Debe ser eso lo que le da al frío cierta connotación agradable.
El frío es una sensación generada por un complejo mecanismo neurofisiológico, pero que tiene matices según dónde, cuándo y con quién se sienta. No es lo mismo un frío seco de decenas de bajoceros con el sol del mediodía dándote cachetes en la cara, que ese frío de sótanos que te empapa los huesos con una humedad verdosa.
También hay fríos ambientales y fríos emocionales que son bastante más penosos.
El frío interno es distinto al que viene de fuera; el alma se nos puede helar igual que la punta de la nariz.  Por el contrario, cuando el alma se calienta, no hay frío de fuera que la mitigue.
Podemos quedarnos helados por fuera y por dentro. Hay cosas ambientales que no tienen temperatura y sin embargo “nos dejan fríos”, y situaciones que pueden provocar “sudores fríos”. Estos fríos internos son sin duda más dolorosos.
Las metáforas que echan mano del frío para expresar estados emocionales son muy fructíferas. Hay gente que nada más verla da la sensación de ser cálida y calentita,  y otras que no dejan lugar a dudas de que si las tocas están frías como el hielo.
También las relaciones tienen temperatura —recuerden la Guerra Fría—. De hecho, una relación se acaba cuando pierde temperatura y —al contrario— se disfruta cuando la gana. Basta con comprobar si al acercarnos sentimos calor o frío para saber si la cosa va bien o  ya no tiene remedio.
A este respecto escribe Sabater una metáfora muy acertada cuando un personaje talludo de la novela relata el sentimiento frente a una relación sentimental agotada: “Acariciarla, es como ir a la playa en invierno; ver la arena, el mar, las rocas…te encienden un montón de sensaciones placenteras saboreadas en el verano. Te animas, te quitas los zapatos para meterte en la arena pero…la arena está fría, no tiene la misma temperatura. Corres hacia el mar para zambullirte en él pero antes de despojarte del pantalón sientes frío, una sensación desapacible e incómoda que te alerta de que estás, pero no  estás en el mismo sitio”.
Estos fríos del alma que cantaba Quevedo son mucho peores que los que llegan en invierno cuando está cerca el río y el humo de las lareiras perfuma un ambiente quieto y silencioso. A estos se los combate o disfruta con fuego, una piel cálida y un buen libro; los otros hay que sudarlos a golpe de suspiros y antidepresivos.