La Voz de Galicia
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Tras saborear un buen amigo y una excelente variedad de cervezas belgas por algunos locales centenarios de Bruselas con nombres tan sugestivos como Delirium tremens, Muerte súbita  o Le Roi d’Espagne, encaramos el regreso al hotel con iguales proporciones de frío y prisa. Pasaba de largo la medianoche.
Bruselas es una ciudad oscura y asfaltada de adoquines indomables que suben y bajan a su antojo. El frío de la noche aconsejaba calzarse guantes y embozarse una buena bufanda, pero mi amigo sufre una extraña mutación que, dice, hace que los guantes le produzcan más frío que calor, por lo que llevaba las manos bien caladas hasta las muñecas en los bolsillos del pantalón.
El caso es que la conversación transcurría plácidamente hasta que al bajar un bordillo, desapareció de mi lado precipitándose hacia el vacío adoquinado, no sin antes dar dos acrobáticos giros sobre su eje y empotrarse contra un bolardo salvador que detuvo el imparable viaje hacia la hostia más grande jamás contada.
Nada de llantos. Nada de gritos o estupor en su cara. Aún con las manos cautivas en los bolsillos recobró la compostura manteniendo la misma sonrisa con que lo ví desaparecer. Solo cinco palabras: “Creo que he oído crack”, dijo, y seguimos caminando como si nada.
Repasé mentalmente algunas caídas gloriosas, como el plunge-on  de Fidel Castro, el zapateado de Juan Gabriel antes de defenestrarse del escenario y algún que otro regio resbalón.
¿Qué tendrán las caídas que producen tanta gracia a quien las contempla como pudor a quien las sufre?
Debe ser un mecanismo muy atávico ese que hace tengamos semejante temor a perder la verticalidad al punto que de forma espontánea y automática respondemos al tropezón con una negación rotunda del mismo, bien sea a través de la risa nerviosa, la minimización del daño o el apremio felino para ponernos de pie. Cualquier otra circunstancia que ponga en entredicho nuestra imagen la llevamos mejor que el dar con nuestros huesos en  el polvo.
El hecho de que nos produzca tanta gracia ver caerse al prójimo apunta hacia un claro mecanismo de identificación: nos produce tanta gracia ver caerse al otro como temor nos da caernos a nosotros. En cierto modo, cuando el otro se cae, nosotros también nos caemos.
Al desternillarnos del caído, estamos poniendo en acto el mismo mecanismo de defensa que hace que el que se cae se monde de risa o se levante como si nada.
Caerse también resulta ridículo por lo que tiene de perder la compostura, es decir, perder la imagen.
El títere no es la mano que lo mantiene. Cuando nos caemos se nos cae la marioneta que todos sostenemos de nosotros mismos, dejándonos  por unos instantes desnudos e indefensos a la vista de los demás; razón por la cual nos da tanto pudor que nos vean hechos unos zorros sobre el asfalto, y razón por la que a Fidel Castro no se le ocurrió otra cosa que pedir perdón a los cubanos por haberse caído, como si fuera Cuba quien se esnafró contra el suelo.
De todas formas, hay caídas y caídas. Las caídas infaustas que producen los años o las deficiencias, no sólo no provocan una hilaridad defensiva sino que asustan y duelen de verdad. En ellas no hay engaños ni añagazas. La caída de Lucifer o la que  cuesta una cadera al abuelo no denotan ridículo alguno porque no existe el intento de negación.
Las caídas de partirse son las que se intentan evitar o las que resultan inevitables por más que intentemos mantener el tipo. De estas hay muchas y no sólo físicas. Podemos caernos del guindo, caer en desgracia, caer en el arroyo,  caernos bien o mal. La que más nos gustó fue una Chimay tostada de nueve grados que nos cayó fenomenal antes del tropezón a cero grados en una calle de Bruselas invernal.
Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del           Complexo Hospitalario Universitario de Santiago (CHUS)