La Voz de Galicia
Seleccionar página

La última molestia producida por la globalización, la tecnología y la omnipresente crisis son los mensajes publicitarios que se reciben en el móvil.
Algunos de los más machacones son los que te invitan a jugar —pagando— en el sorteo de un cochazo de lujo.
Puede resultar tentador, pero cuando lo piensas bien te das cuenta de que no es nada práctico para la vida normal —a veces las uvas sí que están verdes y no hace falta ser un zorro para adivinarlo—.
Claro que me gustaría ser como Indiana Jones o James Bond y pilotar esa fabulosa máquina con una rubia al lado, pero desgraciadamente el personaje de mi vida es muy distinto.
Mi vida es como la de todos los que asumen que hacer el amor en la bañera y desayunar caviar con champán sólo es agradable visto en la pantalla —el champán yo lo perdonaría—.
Una vida igual que la de los que sienten la decepción de comprobar que las sábanas de seda —aunque muy lucidas y satánicas— son resbaladizas, poco cálidas y un coñazo de planchar.
Los que gruñimos cada vez que llenamos el tanque, pagamos el seguro y metemos el coche en el taller tenemos una vida parecida. Una vida a la que no le queda nada bien tremendo cochazo.
Todos somos esa mayoría silenciosa que soporta estoicamente las acometidas de una publicidad inmisericorde y recargada. Probablemente estemos contemplando más tiempo imágenes publicitarias que reales —de hecho en la tele se ven más anuncios que otra cosa—.
No es de extrañar que a veces nos confundamos y pensemos que lo normal es que los chicos cuando salimos de copas vayamos con la pajarita puesta y brindando con Martini; o que las chicas bajan del coche con esos taconazos y perfumadas de tantos adjetivos sugerentes. O que la mayoría vivimos en una casita con un niño angelical y dos perritos Golden a los que les queda muy bien el cochazo que rifan a través del móvil.
La telefonía móvil nos ha acabado metiendo la tómbola en el bolsillo. La última tortura es otro mensaje publicitario animando a ganar El pastón mandando SMS de los caros.
¿Nadie se anima a reivindicar un día sin anuncios? Sería una experiencia mucho más interesante y contundente que los días que se celebran para mil chorradas que pasan desapercibidas.
La tecnología está haciendo el agosto aprovechándose de que el ser humano es un jugador nato —homo ludens lo llama Huizinga—, al que le encanta jugar. El juego legal mueve en EEUU 550 millones de dólares al año, lo que supone el triple de la cifra de negocios de la General Motors, la principal empresa del país. Desconozco la cifra española pero vista la proliferación de juegos de azar, tampoco debe ser una broma.
El cupón, la lotería de Navidad y las quinielas eran el triunvirato lúdico del país hasta hace poco, pero hoy esto ha cambiado y multiplicado por diez. Dicen que cuando más apreturas económicas más se juega y es verdad.
Todos los grandes jugadores han sido y son grandes perdedores. Desde Adán —que perdió apostando por la manzana— hasta el Alekse Ivanovic de Dostoyevski, todos apuestan desde una carencia.
El problema es que la carencia, la falta que nos mueve a jugar no es de las que se colma con un cochazo o un pastón —hay quien tiene ambas cosas y sigue jugando—. Es un deseo insaciable el que nos mueve a sentir la excitación del juego y su posterior satisfacción. El ser humano es un ser repetitivo en las cosas que le hacen gozar —esta es una de las claves de toda adicción—.
Siempre repetimos buscando conseguir el goce definitivo que nos satisfaga por completo, pero este jamás llega salvo cuando llega el descanso eterno. Esta es la clave de muchas sobredosis y el motivo del por qué los franceses —siempre tan cursis— al orgasmo le llaman la petite morte.
De modo que la única forma de disfrutar de verdad es no sucumbir al pastón, al coche y a todos los reclamos de consumo y juegos que nos invaden.
No se confundan —a pesar de lo que diga el presidente— lo único auténticamente revolucionario en estos tiempos es no consumir.
Y al paso que vamos volver       a guardar lo que reste en el     calcetín.

Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario de Santiago