La Voz de Galicia
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Que las manzanas no huelen, los tomates no saben, los melones son pepinos camuflados y las fresas son tan gordas como insulsas es algo que sabemos y sufrimos desde hace años.
Que es muy probable que toda esta calamidad se deba a las bondades de la genética y las nuevas técnicas de cultivo y de distribución es algo que nos tememos.
Lo más dramático es que a fuerza de postmodernidad, estamos perdiendo el registro neuronal de aquellos sabores que cautivaron a nuestros ancestros, sustituyéndolos por una plétora de saborizantes, edulcorantes y conservantes al gusto de la novedad que se venda en el hipermercado.
El cambio en los hábitos de compra y alimentación nos está llevando a un empobrecimiento de los sentidos, más adiestrados estos para disfrutar de la novedad y el chollo que del sabor.
Los sabores básicos se han ido diluyendo al mismo tiempo que las estaciones que los alumbraban. Podemos comer de todo en cualquier época del año: espárragos peruanos, bananas caribeñas, mangos venezolanos, chirimoyas de no se sabe dónde…Todo articulado para poder comer lo que nos pete cuando nos pete.
La cosa ha llegado al punto que uno tiene que consultar la etiqueta de procedencia —trabajo añadido que puede llegar a ser obsesivo— para que no te den gato por liebre, panga por rodaballo o cerezas coreanas por rubís del Jerte; eso en el caso de que no hayas sucumbido a los tiempos, porque entonces el trabajo añadido se transforma en descubrir la novedad más fácil de hacer, rápida y barata posible —lo que puede llevar a convertirte en un lector compulsivo de folletos de hipermercados, que también tiene su cruz—.
Hay que reivindicar la magdalena de Proust si no queremos entrar en una demencia gustativa que nos lleve a ser incapaces de reconocer los sabores originales de los alimentos, si no lo hacemos, acabaremos comiendo lo que nos echen sin poder distinguir lo auténtico de lo manipulado. Quiero pensar que la proliferación de empresas que manufacturan productos ecológicos obedece a una demanda de este tipo, y no a otro rasgo más de la vigorexia social que sólo busca la etiqueta de “más sano” sin recabar en el placer del sabor.
Y todo esto lo escribo porque, de las cosas que decoran el verano, una de las que más me gusta es la aparición de esas furgonetas-kiosko que se apostan cerca de las playas vendiendo melones, sandías y otros productos autóctonos de Extremadura.
Estas furgonas meloneras extremeñas me fascinan. Cada vez que las descubro me asaltan las mismas preguntas: ¿Será rentable venirse hasta aquí a sudar la camiseta mientras los otros se lo pasan pipa? ¿Dónde duermen? ¿Cómo reponen existencias? ¿Quién elige los enclaves?… Lo que francamente me da lo mismo, porque lo que verdaderamente me entusiasma es el placer de poder comprar un melón que sabe a melón y una sandía con pepitas y sabor intenso a sandía sin tener que mirar la etiqueta para reconocer su sabor de procedencia. Y añádanle el regodeo pillín que produce comprar cosas fuera del escenario, a la engatada y arriesgándose a jugar sin red ni etiqueta si la sandía no resulta. Estamos vendidos, pero están bárbaras.
Dejando a parte melones y sandías este verano ha sido muy rarito y con otros sabores más agridulces. Creo que entre el accidente de Barajas, las Olimpiadas, la convocatoria de elecciones, la crisis y el tiempo inestable nos hemos distraído de lo que verdaderamente tenemos que hacer en vacaciones, es decir, cambiar hábitos y descansar.
Vendrán luego con lo del síndrome postvacacional a gimotear veranos mal planificados y horas intempestivas mirando las regatas y los cadáveres de la prensa sensacionalista y despiadada.
Confiemos en que al menos se hayan comido una sandía en condiciones.

Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complejo Hospitalario Universitario de Santiago