La Voz de Galicia
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Todos los deportistas de alto nivel saben que ganar la gloria olímpica es algo distinto a cualquier otro trofeo.
Un campeonato del mundo de esgrima o de ciclismo en pista
—por poner algún ejemplo— sólo lo siguen un puñado de aficionados, generalmente practicantes o familiares de practicantes. Las olimpiadas las sigue el mundo entero.
Los juegos olímpicos son un banquete deportivo, una orgía planetaria en la que está en juego no sólo un record o una medalla, sino los laureles del honor, la bandera, la Patria y demás zarandajas simbólicas mucho más poderosas e importantes que cualquier otro tipo de triunfo.
En los Juegos Olímpicos jugamos todos a todo; el éxito se computa en la suma de medallas más que en una u otra disciplina. Cualquier deporte es importante porque al final, lo que cuenta para todos es el puesto del país en el medallero general.
Hace unos días, veía en un bar a una tropa de señoras entradas en años animar hasta la afonía a nuestra asombrosa pareja de natación sincronizada —que hay que ver con lo que cuesta hacer el pino en el agua y las cosas que hacen estas chicas—. Era la primera vez que contemplaban este bello y sacrificado deporte, desconocían por completo la trayectoria de Gemma Amengual, pero el entusiasmo con el que apoyaban su ejecución era el mismo con el que apoyarían a su nieta hiciese lo que hiciese. Fuera de los Juegos Olímpicos es impensable ver a todo un pueblo reunido de madrugada frente a una pantalla gigante viendo una competición de triatlón, K-1 o florete. Lo dicho, en los juegos, jugamos todos para todos; no juega tal o cual atleta, juega España y eso —pese a quien pese— refuerza nuestro sentimiento de pertenencia al grupo.
Pero de estos juegos me quedo con dos imágenes sin fanfarria: la del levantador de pesas alemán que recogió el oro olímpico con la foto de su pareja fallecida años antes —todos vivimos bajo una mirada, y está claro que este hombre no dejó de sentir su presencia en cada haltera que cargaba en la barra—; y la de la niña que cantó oculta por el régimen chino. La Cyrano de Beijin que prestó su voz renunciando a la admiración mundial para gloria del País. Esa niña que debería haber sido portada en todos los medios una vez descubierta su existencia. Ignoro cuál fue la explicación que le dieron las autoridades para robarle su canto y ponerle una cara bonita a su arte, pero estoy seguro de que, como Cyrano de Bergerac, puso lo mejor de sí misma. Aventuro el respeto para esta niña haga lo que haga en la vida, igual que la portada del Interviú para la impostora —tan mona ella— cuando se haga mayor. Eso sin tener en cuenta que parodiando el dicho “fea en los juegos, guapa en el baile”, que a esas edades se cambia mucho…
El caso es que esta imagen occidentalizada de China que nos han querido mostrar no me chista tanto como la de la China milenaria y confuciana de los libros de Marco Polo o las pelis de Zhang Yimou y Bertolucci. En la misma forma que me gusta más Cyrano que su impostor en la obra de Edmond Rostand.
Es cuestión de magia, no de simuladores por ordenador ni de play-backs impostores.

Luis Ferrer es jefe de Psiquiatría del Complejo Hospitalario Universitario de Santiago (CHUS)