La Voz de Galicia
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Cuando desaparecen los adornos sólo queda la verdad y la verdad del toreo no es sólo dominar a un toro.
José Tomás —el torero más carismático del siglo— vive solo con una cajera en una vivienda unifamiliar, no se relaciona apenas con nadie, no concede entrevistas, no colecciona estampas de santos, coches de lujo ni chicas bandera. Jose Tomás no hace otra cosa que pensar en el toro. El toro no es sólo una obsesión que le amenaza de muerte; es la muerte en forma de toro : “No quiero morir, sólo ser perfecto”—dice, quizás sin saber que la perfección es otra forma de morir—. Torear es vencer a la muerte con la muerte.
Cuentan que Juan Belmonte —otro torero secular— sufrió un severo impacto emocional tras la desaparición de su eterno rival, Joselito. Con su ausencia quedó sin posibilidad de sublimar la vida en la vanidad de una competición humana y se volcó en la única gloria posible: la de vencerse a sí mismo buscando la perfección.
El resultado de este hacer no fue otro que el desarrollo de un toreo genial e innovador que marcó la pauta del arte de torear para el nuevo siglo. Belmonte fue el primer torero que permaneció quieto ante el toro y el que, dicen, compuso una media verónica aún sin superar.
Décadas después, Jose Tomás muestra el mismo estilo al ejecutar pases estatuarios mirando al tendido sin moverse un milímetro y dejando la vida al capricho del utrero, atisbándose el mismo dolor latiendo en el capote: “La muerte de un amigo me hizo replantearme todo”. A los dos les han cosido a cornadas.
Ambos toreros han sido alabados por la intelectualidad de su época. A José Tomás le dedicó Sabina uno de sus más bellas letras: De purísima y oro.
Y de Belmonte cuentan que paseaba con Ramón del Valle Inclán por el paseo de Recoletos cuando éste, llevado por la admiración hacia el torero, se deshizo en halagos para acabar en un apasionado: “A usted sólo le falta morir en el ruedo”; a lo que Belmonte contestó: “Se hará lo que se pueda don Ramón”.
Pero no pudo. Belmonte se suicidó en su cortijo de Utrera en 1962 derrotado por sí mismo tras haber alcanzado la perfección que buscaba.
Para Belmonte y José Tomás sólo hay dos caminos: la perfección o la enfermería.
Ninguno de los dos acataron ortodoxia alguna, uno se cortó la coleta sin venir a cuento y desterró del campo los zaones y la silla vaquera, para pasearse provocando a los puristas montando silla inglesa con streeches y pipa. El otro, ha llegado a torear con barba, prefiere los peluches a los santos, escucha música pop antes de salir a jugarse la vida y se declara hincha del Atleti —que ya hay que ser un tipo especial—.
Se advierten en el personaje rasgos que la psicopatología identificaría como esquizoides pero que, en su caso, no hacen más que adornar una personalidad extraordinaria.
Se habla mucho de la temeridad de José Tomás ante el toro, unos lo tildan de suicida y otros de patético insensato; pero no hay nada de eso, Jose Tomás es un hombre que ha encontrado la pasión y —como ocurre con todas las pasiones— ni se aparta ni se cansa de ella.
José Tomás no vive del toro, vive en el toro: “Vivir sin torear no es vivir”—le confiesa a Sabina—.
La diferencia de toreros como Belmonte y José Tomas es que torean sentimientos, y los sentimientos no caben en el Guiness ni reciben trofeos. Torean para ellos, buscando una perfección que va más allá del toro proyectándose en su propio drama personal.
Decía el torero mexicano Luis Procuna que él tenía, cuando salía a torear, no uno, sino tres miedos, y los graduaba de este modo: primero, del toro; segundo, y mayor que el primero, el del público, y el tercero, y mucho mayor que los otros dos, el suyo propio.
Es vencer ese miedo a la muerte, a la pérdida, a la culpa, lo que buscan toreros así.
Es la misma verdad que todos ansiamos, la que Belmonte
toreaba por verónicas y José Tomás torea por chicuelinas.

Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario Universitario de Santiago