La Voz de Galicia
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Una de las sensaciones más universales y a la vez menos estudiadas por la medicina es la dentera.
Hechos singulares como el chirrido de una tiza en el encerado o algunos sabores ácidos producen una sensación desagradable localizada en las encías que conocemos con el nombre de dentera.
Mucha gente la confunde con la grima, que es la irritación o
desazón que producen algunas cosas como las heridas o ciertas actitudes.
Es más que probable que el origen filogenético de estos fenómenos esté en nuestro particular recorrido evolutivo y que, como todas las cosas vitales que nos han ayudado a sobrevivir como especie, guarden copia indestructible en la amígdala cerebral, un lugar mágico del tamaño de una lenteja, donde se inscriben las claves emocionales que actúan como centinelas de nuestra supervivencia aún antes de que nuestro cerebro racional pueda detectarlas. La amígdala es el centro de operaciones
—que tan brillantemente ha estudiado Antonio Damasio— de lo que llaman el cerebro y la inteligencia emocional.
El mecanismo de acción de esta joya biológica es automático e instantáneo, es el que nos hace saltar ante un ruido amenazante aún antes de que hayamos comprobado si supone un peligro o no, el que nos hace llorar antes de sentir pena o miedo antes de ver la cara del enemigo. En sus respuestas vierte toda la experiencia acumulada por nuestra especie en el afán de sobrevivir. En realidad la amígdala cerebral no es más que lo que algunos llaman el ángel de la guarda.
Sentir desazón ante ciertos animales —que por otra parte no han sido precisamente piadosos con los humanos— es un reflejo de la memoria guardada en el cerebro. Igual que el miedo a las alturas o los espacios abiertos son una señal recordatoria de lo que le pasó al mono que fuimos cuando se precipitó desde una altura considerable, o se atrevió a bajar del árbol a la llanura sin contar que había un montón de depredadores que, salvo subir a los árboles, son capaces de todo.
Con la dentera y la grima sucede algo parecido. Me figuro que el rechinamiento dental que debió padecer el primer antecesor que se atrevió a meterle el diente a cosas que no debía, tuvo que ser de órdago a la grande como para pasar a la categoría de “cuestión relevante a almacenar en la memoria genética”.
La visión del congénere despedazado, el tacto del reptil, la sangre, o la tortura son algunas de las muchas cosas que producen una grima que nos advierte de lo que eso puede significar.
Ocurre que con ser máquinas de precisión biológica al igual que el resto de los seres vivos, los humanos accedemos a mayores al mundo simbólico y por lo tanto, podemos sentir sin necesidad de que el objeto real esté frente a nosotros. Una sola palabra basta para hacernos llorar, cabrearnos, sentir miedo, enamorarnos o resucitar. Por eso debe ser que hay hechos del día a día capaces de producir dentera y grima sin ser los originales, pero que sin duda tienen que tener algún tipo de conexión emocional cercana a los primeros.
A mí me pasa que me da grima cuando veo a Carmen de Mairena, la duquesa de Alba, Paquirrín, Belén Esteban o Mariñas. Debe ser que la amígdala me alerta de que puedo ser devorado o de que algunos de esos seres están siendo devorados sin piedad ante mi presencia, no sé.
Dentera, sin embargo, sólo me la produce ver a los guiris comerse una nécora, las chuches de coca cola, echarle limón al tequila, el bigote de Aznar y Pepiño Blanco en bañador.
Me figuro que la actualización del material informativo a almacenar es un proceso continuo, y que actualmente hay un montón de cosas que se están evaluando en desconocidos circuitos neuronales para determinar si son dignas o no de la categoría de “vitales” para el ser humano.
Espero que mi amígdala guarde recuerdo de todas estas cosas que pueden parecer inofensivas pero que no lo son, sobre todo el del bigote, el del bañador y Carmen de Mairena.

¡Qué grima!

Luis Ferrer es responsable del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario Universitario de Santiago