La Voz de Galicia
Seleccionar página

Todos los años, llegadas las fiestas del Apóstol, el concello organizaba un concurso de castillos de arena en la playa de Letes, un arenal de más de dos kilómetros de largo con una sílice blanca tostada por el yodo y suavizada por la mar.
“Este año —dijo el cantante de moda que vociferaba el pregón de las fiestas— el concurso de castillos será retransmitido a todo el mundo dado que cuenta con la participación de más de un centenar de participantes extranjeros”.
A las nueve en punto dio comienzo el evento. La playa se había acotado en más de doscientas parcelas donde los concursantes debían ejecutar las obras a su libre inspiración, y sin otro límite que la finalización antes de las seis de la tarde de ese mismo día.
Paquiño Toxal —un mariñeiro tuneado con mofletes colorados y prominente bandullo— había sido el ganador de las dos últimas ediciones. Algunas malas lenguas achacaban su éxito a la amistad que le unía al señor alcalde, al que nutría de centollos y jureles gran parte del año, pero nadie había dejado de admirar la imponente dorna y el cabaceiro de ocho pilastras con tornaratos incluidos que le valieron los triunfos.
Un primo lejano al que todos llamaban “o noso Andrés”, le había ido a la zaga quedando segundo en las mismas ediciones. Todos le reconocían como el verdadero artista que nunca triunfaría porque no era amigo del alcalde y era de izquierdas.
O noso Andrés además de artista era cuidadoso con el entorno, jamás comía en la playa para no ensuciar y además era un ferviente militante de la ley de paridad. Todas las composiciones en las que tallaba figuras humanas, siempre eran escrupulosamente paritarias.
En una de las ocasiones había figurado en la arena el pleno de aprobación del estatuto de autonomía, con el señor Beiras flameando una melena de rizos tallados como fósiles en la arenisca y don Manuel tomando notas en un estrado salpicado de mejillones. Dos figuras femeninas que recordaban a Tareixa y María Jesús aportaban el balance paritario a la composición.
Su otro segundo puesto lo consiguió con una representación colosal de la catedral de Santiago, en la que matizó el color de las torres con un aerógrafo de algas dándole un realismo admirable.
Todos estaban ansiosos por conocer la inspiración de los competidores locales, pero también contemplaban con curiosidad al montón de sujetos de todo el mundo que se habían dado cita en su fértil arenal.
Poco a poco comenzaron a formarse las esculturas en las que se avizaban temas de todo tipo: sorprendentes, elegantes, costumbristas, satíricos… Hubo un bosnio que cinceló el busto de Luis Aragonés, un ecuatoriano que esculpió el jardín de los ausentes, y un senegalés que formó un cayuco de quince plazas.
Al jurado le costó fallar el premio y tuvo que deliberar a fondo. Se tuvieron que introducir nuevas variables para valorar mejor la puntuación. Así, prácticamente todos los extranjeros quedaron excluidos de la votación final haciendo valer el criterio de que habían consumido excesiva arena poniendo en peligro los cimientos del vecino de parcela.
Pepiño Toxal deslumbró con un gigantesco pulpo y o noso Andrés brindó al pueblo una soberbia escultura del Che, con un pin de la pasionaria para guardar la paridad.
Pero todos reconocieron que la enorme proa del Prestige hundiéndose en la arena que ejecutó un griego, era sin duda la mejor.
Lo más curioso fue que, a los dos días, todas las esculturas de arena se habían diluido en el mar menos la ganadora, que no sólo no lo había hecho, sino que había adquirido una extraña consistencia de granito.
La propia Consellería tuvo que tomar cartas en el asunto porque la efigie invadía claramente la ley de costas y propuso demolerla, ante la oposición del pueblo que veía en el prodigio la posibilidad de un nuevo atractivo turístico y la señal de un futuro de prosperidad.
Del griego nunca más supimos nada.

Luis Ferrer es jefe de Psiquiatría
del Complejo Hospitalario
Universitario de Santiago (CHUS)