La Voz de Galicia
Seleccionar página

No recuerdo el autor pero sí el título de la novela: El Fakir.
Cuenta la historia de un acaudalado tiburón de las finanzas que —llegada la mediana edad— reflexiona sobre su vida y concluye que a pesar de todo el dinero y patrimonio conseguido no era feliz.
Recuerda entonces las palabras de un maestro yogui: “La meditación es conseguir la postura correcta, el cambio se produce de fuera adentro”, y toma la decisión drástica de desprenderse de todo y viajar a la India con lo puesto en busca de un maestro que le enseñe la postura exacta para conseguir la felicidad que anhelaba.
Tras visitar a los más famosos santones y maestros de diferentes escuelas de yoga de la India sometiéndose a sus enseñanzas, no consigue encontrar lo que buscaba y acaba su recorrido sin un duro y tirado por las calles de Bombay.
En esa situación terminal conoce a un fakir que, como él,
deambulaba por las arterias sucias y anónimas del cinturón de Bombay, y llegaron al siguiente acuerdo: a cambio de la comida, él sería su ayudante.
Pasan los días y el protagonista queda prendado de la filosofía de una de las escuelas más antiguas del yoga: el fakirismo. Un día el fakir le propone la posibilidad de introducirlo en ella a cambio de no preguntar nada y hacer lo que le mande. Acepta, y el maestro le pone la primera prueba a superar: pasar un alambre fijo de cinco metros a veinte centímetros del suelo.
Día tras día practicó el ejercicio, hasta que pasados los años consiguió atravesar el alambre con
soltura.
Visto su progreso, el fakir le felicita y advierte de que aún le quedan más pruebas. La siguiente: atravesar el alambre, esta vez, a cuatro metros de altura.
Tardó años en conseguir dominar el ejercicio y mostrar al maestro su progreso. Sin inmutarse, al anciano fakir le planteó la última y definitiva prueba a superar para conseguir lo que buscaba: la misma distancia, la misma altura, pero esta vez sobre una cuerda floja.
Justo en el momento en que consiguió salvarla sin dificultad, el viejo fakir murió dejándole sus pertenencias y pidiéndole que guardase la sabiduría a la que había accedido como un tesoro que sólo debería enseñar a aquellos que ya no tuvieran nada que perder, aquellos para quienes la vida no tuviera importancia alguna y sólo desearan lograr ser felices, nada más.
Nuestro protagonista se dio cuenta entonces que era completamente feliz, había conseguido controlar su cuerpo, el equilibrio y la capacidad de concentración necesaria para superar la primera prueba.
Con la segunda había conseguido controlar el miedo y las emociones.
Pero fue caminar sobre la cuerda floja lo que le había dado la sabiduría necesaria para poder enfrentarse a la incertidumbre, al azar, a lo imprevisto.
Amamos las rutinas porque son ciertas y previsibles, porque eliminan de nuestra vida cotidiana la incertidumbre de vivir.
Los niños son capaces de ver decenas de veces la misma película, de la misma forma que no consienten que se les cambie el relato del cuento de buenas noches porque saborean el goce añadido que supone saber lo que va a pasar, conocer el recorrido y el desenlace.
El miedo sin cara, el miedo a no saber qué, cómo ni cuándo es lo que define la angustia en la psicopatología clásica. Borges la describía de forma análoga en un
poema: “la angustia es la brecha que separa el antes del después”.
En el momento en que adquirimos el lenguaje quedamos preñados de eso que Lopez Ibor identificaba como la “angustia vital”, la que todo ser humano por el hecho de serlo acarrea de por vida.
La vida es incierta por más que vivamos sumergidos en una fantasía de seguridad, por más que nos empeñemos en tenerlo todo controlado, por más que suscribamos planes de pensiones, bonos del tesoro, nos vacunemos de todos los males conocidos y pasemos con mansedumbre todas las revisiones habidas y por haber. Siempre existe la posibilidad de que en un momento la cuerda de un escorzo imprevisto, incontrolable.
Latigazos de incertidumbre, la crisis que nadie pensaba que se nos podría venir encima, este verano merdento, el cambio climático, esa palabra dicha a destiempo que nos habita cambiándonos la realidad, un beso que sabe a menta, otro que sabe a rayos, la bola de Macht-Point de Woody Allen, el anillo de Scoop, también de Allen, una decisión sin posibilidad de reembolso….
Habrá que practicar.

Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario Universitario de Santiago