La Voz de Galicia
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Tengo un pariente que siempre que nos reunimos en familia y sale a colación algún chiste de catalanes, salta como si le pulsaran el play y lanza la misma gracia siempre. Este concuñado —que no habla el catalán— cuando se enciende transforma el gesto y representa una viñeta sacada de la película Cristóbal Colón, de oficio… descubridor, con el diálogo que se produce en ese momento tan iconografiado del desembarco del almirante en una playa repleta de indígenas que lo reciben llenos de presentes. Teniendo en cuenta que en el original Cristóbal Colón es Pajares y el de Mataró Juanito Navarro, provoca de inmediato la carcajada general.
Lo dice así —en un catalán sui generis—: per l´aspecte de la seba melena, vosté deu ser Cristóbal Colón; y luego cambia el tono de voz y se contesta: Si senyor, y vosté deu ser un salvatje. Vuelve a cambiar de rol y finaliza: No senyor, jo soc de Mataró y ya fa temps que vendo telas por aquí.
Las cosas pueden ser grandes porque amueblan nuestra memoria y nos remiten a escenas vividas de forma entrañable. Pero para que eso sea así necesitan tiempo.
Con el cine español de los setenta y los ochenta pasa algo de este orden. Las sesiones continuas de dos películas engullidas en el cine de mi barrio no me entusiasmaban entonces, pero reconozco que me hacían reír. Hoy me doy cuenta del pedazo de artistas que son aquellos actores: Fernán Gómez, Landa, Tony Leblanc, Juanjo Menéndez, Pepe Sacristán, etc. Todos han demostrado un oficio extraordinario y un montón de registros en escena. Todos han sido capaces de encarnar tanto a un cateto como a un galán de forma impecable. Recuerden si no el papelón de detective montalvanero que hizo Alfredo Landa en el Crack; el de profesor de La lengua de las mariposas que representó Fernando Fernán Gómez; el de Sacristán en Solos en la madrugada o el de padre de Torrente con Tony Leblanc. Unos fieras.
La época del destape fue especialmente gloriosa en esto de evocar grandes momentos, porque a más de uno se le sigue erizando el pelo recordando la primera teta que salió en el cine, en La loba y la paloma, con Carmen Sevilla —que dicho sea de paso y chistes de ovejitas a parte, estaba como un tren—. La mayoría de ellos venían de las variedades, de la comedia de humor, de la revista, cuando no del circo. Resolvían igual un programa especial de fin de año que un drama goyesco como Ay Carmela.
Estos días ha saltado a los medios la desdicha de uno de esos grandes: Andrés Pajares. Me parecen miserables los comentarios que circulan acerca de su infortunio, en los que una vez más el pueblo disfruta haciendo leña del árbol caído.
Es fácil comprender la tragedia de Pajares. Hablamos de un artista con cincuenta años de escenario, más de cuarenta películas, tres como director, un Goya, varios guiones originales y series televisivas. Un artista de éxito reconocido y del que el propio Saura ensalzó sus virtudes.
Un hombre que tuvo que sufrir el acoso de la prensa rosa que
—a golpe de infamias— dio de comer a un hijo descerebrado que pagó sus vicios a base de poner verde al padre en los platós televisivos.
Se entiende que después de esa temporada de escándalos no buscados sufriera un estrepitoso fracaso con el último espectáculo que montó para celebrar sus cincuenta años de escena en el teatro Arlequín. Pajares debió de sentir en el alma esa sensación de pérdida simbólica —que son las más dolorosas—, de pérdida de estatus, de prestigio, de toda una vida de esfuerzo cómico. Es fácil comprender que se sumiera en una fuerte depresión y que la desesperación de ver arruinada su carrera le condujera a la única salida posible a parte del suicidio: el delirio. Un delirio que identifica a todos esos carroñeros amarillos como los culpables de su ruina y que le llevó a agredir a los abogados que llevan sus pleitos en esos asuntos. Y lo hizo como lo que es, un cómico. Vestido con peluca, bigote postizo y pistola de juguete.
Dicen que se droga, que se ha vuelto loco, que es un delincuente violento… Le faltó tiempo a su indigno hijo para volver a sacar rentas de los últimos estertores del padre.
No, Pajares sigue siendo un gran actor y una buena persona. Su infortunio se fraguó en el momento en que su público dejó de ser de taquilla y acomodador, para pasar a ser de zapatilla y telebasura.
En el momento en que los medios hicieron de su vida un espectáculo arruinando el espectáculo de su vida.
Y eso le pasa factura a Pajares y a cualquiera de los escandalizados telespectadores que se excitan más con la miseria del hombre que con la gloria del actor.
Es lamentable.