La Voz de Galicia
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La proliferación de botes es uno de los rasgos característicos de la sociedad posmoderna. Botes
de todo tipo de formas, colores y contenidos.
El fin de semana tuve el placer de cenar en casa de unos amigos unos deliciosos jarretes de cordero preparados con la alquimia secreta de las gentes del limpio Aragón; obtenidos de un ternasco de buen año amamantado con rastrojos, polvo y sequera, y perfumados con una salsa de aromas árabes a base de almendra, ajo y perejil. Plato único sin otra guarnición que un par de rebanadas de pan tostado, un tinto del somontano y un huevo escalfado para coronarlo.
Ya avanzada la tertulia de sobremesa entré en el servicio para eliminar los metabolitos del vino. Mientras me lavaba las manos quedé impresionado ante la multitud de botes que allí había y que —pude identificar— también había en mi casa y en la casa de todo el mundo. La posmodernidad nos ha invadido hasta el excusado, pensé.
Recuerdo que no hace tanto los baños estaban circunscritos a un bote de Nivea, otro de champú, una pastilla de jabón de La Toja, un frasco de colonia, espuma de afeitar y poco más. Actualmente se parecen más a una tómbola o un bazar chino.
El antiguo tocador ha sufrido un cataclismo fractal y todos sus elementos se han dividido como si fueran organismos eucariotas.
El bote de champú —por citar un ejemplo— se ha multiplicado en varios botes de champús, acondicionador y mascarilla nutritiva que, nunca es sólo una, sino que suelen convivir varias a la vez.
La noble y voluptuosa pastilla de jabón se ha trasformado en una colección de botes subrrealistas que contienen golosinas espumosas de mil colores, aromas y funciones científicamente probadas —amén de acercarte la huerta a la ducha con trigo, avena, limones, soja y el omnipresente aloe vera—.
El aloe vera es la piedra filosofal de la cosmética posmoderna que todo lo que toca lo deja tieso y saludable, que le ha usurpado el trono a los distantes liposomas y que no se deja ganar la mano por el retinol. Le queda vencer al caviar, el chocolate, el té verde y un sinfín de sabores alegóricos que apetecen aunque sea untándoselos por todo el cuerpo.
En cuanto al frasco de colonia, este ha sido uno de los más afectados en el proceso de mitosis higiénica. Queda muy poca gente fiel a un perfume, los demás han olvidado que el olor —a parte del placer— es una marca de territorio y un signo de identidad. Antes, el olor de la colonia era el olor de uno, tenía nombre y apellidos de toda la vida: Varón Dandy, Maderas de oriente, Nenuco, Heno de Pravia —casi todos genéricos—; ahora tienen nombre propio, generalmente extranjero y los anuncian en un inglés zarrapastroso, lo cual es un signo inequívoco de los tiempos que corren.
La fugacidad es otro rasgo posmoderno de las diversas colonias que habitan nuestras casas —por que no hay diseñador de alcurnia que no saque un aroma nuevo cada temporada—.
Pero donde la ecología posmoderna se ha mostrado especialmente propicia ha sido con el universo de los botes de las cremas: de día, de noche, del contorno de ojos, de la celulitis, las estrías, la cara, las manos, los pechos, los pies, hidratantes, reductoras… La multiplicación de los botes de crema indica un culto al cuerpo tanto como una versión actualizada del bálsamo de Fierabrás, pero con aloe vera.
La cosa aún dio para más porque —puestos a pensar— me vinieron a la mente los miles de botes que habitan en la nevera y que si lo piensan bien, verán que se podrían agrupar en dos o tres solamente.
Leches en bote con calcio, soja, fibra vitaminas y omega tres que, dicho sea de paso, todo el omega tres que lleva un cartón de leche enriquecida cabe en un humilde jurel o una lata de sardinas. Fruta en bote, bífidus, lactófilus, bacilus, salsas, cervezas, coca colas de varias clases, zumos y una plétora de yogures con sabores infinitos.
Esta es otra gran contradicción contemporánea, la que supone una machacona concienciación ecológica para el reciclado y la sostenibilidad y al mismo tiempo, vivir la vida en bote. Con lo fácil que sería devolver los cascos como hicimos siempre y comer normal sin rendirnos al marketing de la novedad saludable con sabor artificial. Hemos dejado de desear lo que necesitamos para pasar a necesitar lo que deseamos.
Lo único que puede resultar imprescindible dentro de este asedio embotellado es el placer celestial de chupar de dos lametazos la tapa del bote de yogurt y darle un trago largo al tubo de leche condensada.
Eso si que es un placer dabuti.

Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario Juan Canalejo