La Voz de Galicia
Seleccionar página

Uno de esos pequeños infortunios domésticos como es que se estropee la caldera del gas, y sobre todo para quienes aún no hemos rendido nuestra cocina al microondas y seguimos cocinando con llama —soy de los que desconfía más de la cocina sin fuego que del volar de los aviones—.
Una de esas desdichas —decía— es lo que propició que apareciera por casa un chapuzas de los de verdad, de esos que tanto arreglan una luz que una cerradura que te pintan el comedor.
Un tipo de edad indeterminada, enfundado en un mono de color blanco salpicado por un repertorio de manchas increíbles, gorra de visera con el logo de una marca de cerveza y una voz de carajillo con callos de primero.
Después de lanzar una mirada tridimensional a la caldera, desenfundó un destornillador de estrella y la destripó en un santiamén. Tras cuatro o cinco manipulaciones, la restauró y la puso en marcha al primer toque.
Llegó la hora de la despedida y al tratar los honorarios fue cuando
la vi.
Levantó la mano y —con una lentitud draculina— rascó con los dedos el aire y desenvainó una poderosa uña tamaño katana de su dedo índice izquierdo. Mientras dubitaba acerca del sablazo a darme, perforó con ella su oído, segó la barba del mentón y escarbó en todos los orificios caninos admirándosela de vez en cuando. Yo no pude dejar de mirársela en ningún momento.
En realidad me había olvidado por completo de que existía un tipo de gente a la que les va el punto uña de meñique tamaño XXL. Hacía muchos años que no veía una y me dio que pensar el tema: ¿están en extinción sus seguidores?, ¿soy yo que ya sólo frecuento lugares esterilizados? La uña gitanera es todo un clásico de la humanidad.
No me refiero a la uña esforzada del guitarrista o el intérprete de cuerda, me refiero a un concepto de uña barriobajera semejante al del tatuaje. La gente que luce la uña es gente a la que también le gustan los tatuajes desgarrados, estoy seguro. Ambos son un signo de distinción, una imagen de marca ruda y varonil.
Los tatuajes se han descafeinado en este sentido porque ya no presentan diferencias de género, pero la uña cortijera sigue siendo el único adorno exclusivo del género masculino —Dios la proteja—.
No sé cómo no se les ha ocurrido aún montar un colectivo en defensa de la uña multifunción.
Me pregunto si la desaparición de la uña en mi vida será pareja a la desaparición de cosas tan entrañables como la caspa, las pelotillas negras de los dedos de los pies o la roña en las rodillas.
No sé si es que ya no se estilan, o es que sin darme cuenta me han cambiado de pantalla y ya estoy en otro juego. Confieso que me disgusta perder de mi vida estos detalles tan admirables.
Pero me niego a pensar que no queden titanes capaces de resistir a los cánticos protésicos del palillo, los bastones de los oídos o la navaja suiza, y sigan apegados a su auténtica uña cultivada con esmero, encorvada por los servicios prestados y reconocida como algo envidiable en más de una ocasión.
En este momento a muchos del PP —que están a uñas— les encantaría disponer de una de este tipo para destripar a más de un adversario.
Hay muchos tipos de uñas: uñas nerviosas, uñas esforzadas, uñas postizas, uñas de pincel… No me he fijado en qué tipo de uñas gastan las nuevas ministras, pero lo haré por si descubro una latencia cañí en alguna de ellas.
Por sus uñas las conoceréis.

Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario Juan Canalejo