La Voz de Galicia
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El anuncio está rodado en blanco y negro. Un joven chef con rasgos latinos se desenvuelve con soltura en la cocina de un restaurante de aspecto muy pijo. En la pantalla aparece el subtítulo first time mientras el cocinero remata minuciosamente un timbal de arroz rodeándolo con una guarnición de verduras. Una vez conseguida la presentación deseada, la contempla con cierta disconformidad y se saca un moco costroso de la nariz haciendo una pelotilla del tamaño de un garbanzo con él, y depositándola en la cima del timbal justo antes de pasarlo al servicio de sala.
La siguiente escena se subtitula second time, el mismo cocinero acaba de planchear un apetitoso chuletón de buey, lo emplata y sale alborozado de la cocina dirigiéndose al servicio de caballeros. Una vez allí, entra en una de las cabinas de inodoros, se arrodilla, toma el chuletón como si fuera una espontex, y con escrupulosidad boticaria lo pasa repetidas veces por el interior de la taza hasta dejarla inmaculada. Regresa a los fogones, apaña una guarnición con patatas, tempura de coliflor y judías verdes y lo larga al comedor con cara de satisfacción.
El siguiente acto aparece con el título dessert, y se inicia con un primer plano de nuestro chef contemplando a ras de ojos un soufflé de naranja con merengue; tras escudriñarlo unos segundos, toma una botella de excelente Armagnac, lo decanta en una copa globo, lo agita en círculos perezosos durante unos segundos, aspira el aroma y finalmente se lo introduce en la boca; durante unos segundos lo paladea, lo gargajea en la garganta con cara de placer y lo escupe lentamente sobre el soufflé para posteriormente flamearlo y mandárselo al cliente.
La película acaba con un fundido en negro y un escueto mensaje: Quédese en casa, seguido del inteligente esponsor: Play Station.
El spot ha ganado el premio de los particulares oscars del sector publicitario al mejor anuncio del año. Y se lo merece.
Me parece un recurso astuto contraponer la bondad de una consola de videojuegos, a la repugnancia de una de las sensaciones más arcanas del ser humano como es el asco.
El asco es una sensación puesta al servicio de la conservación y desarrollada desde nuestra propia historia biográfica. Todos los seres humanos sienten asco alguna vez en la vida y todos tenemos algún asco especial.
Es curioso que sólo nos invada a través de cuatro vías sensoriales: la táctil, la gustativa, la olfatoria y la visual. No existen sonidos asquerosos.
El asco es un sentimiento interesante. Todo lo que es orgánico —si es tóxico— provoca un sentimiento de asco invencible que nos protege del peligro. Los insectos y animales más dañinos suelen ser los que más asco nos provocan. Los sabores más tóxicos los que más nos disgustan. El beso boca a boca nos redime del asco y sin embargo el mondadientes con residuos nos asquea, aunque sea del amado que nos acaba de besar.
Los psicoanalistas aseguran que allá dónde hay asco hubo deseo o material reprimido, y no les falta razón. Igual ocurre con las fobias— esas hermanas del miedo— que pueden ser simples: aquellas comunes a la mayoría de la gente como los sitios cerrados, las arañas o las culebras; y fobias específicas, que son particulares e intransferibles (he conocido gente con fobia a las mariposas, las flores o los cachorritos).
Igual que las fobias, hay ascos que son particulares de uno, que se desarrollan como colofón de vivencias exclusivas de una vida. Esas vivencias que van desde situaciones perturbadoras hasta la que sentía Antonio Roquetín —el protagonista de La Náusea de Sartre— a quien le invadía esa sensación de asco cada vez que se abandonaba a su vida mostrenca y anodina.
Ese tipo de asco existencial es lo que he sentido estos días siguiendo la noticia del incestuoso carcelero austriaco —¿qué
tendrá Austria que da tipos como Hitler y este individuo?—. Es un asco que me atañe como compañero de especie del monstruo. Es el temor a la advertencia bíblica del líbrame de la tentación, el que me recuerda que cualquiera puede ser el señor Fritz.
¡Qué asco! La verdad es que dan ganas de no salir de casa.

Luis Ferrer es jefe del Servicio e Psiquiatría del Complexo Hospitalario Juan Canalejo