La Voz de Galicia
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Por Luis Ferrer i Balsebre

Los pueblos se afanan en ensalzar sus himnos, sus banderas, su folklore, su música… Pero no hay nada que identifique más a un pueblo que su acento; esa curiosa música que adoptan las lenguas en cada territorio y que nadie sabe cómo ni por qué se construyen y trasmiten durante siglos.
España es un país rico en lenguas y en acentos, se podría recorrer de cabo a rabo identificando el lugar simplemente escuchando su acento.
Asturias muge con la u; Euskadi culebrea entre eses y erres sincopadas; Castilla realza las ll y las y vocalizando con precisión relojera; Aragón suena como suenan sus jotas, los aragoneses hablan sacando pecho.
Cataluña mastica merengues de eles largas y ges intubadas en equis; Valencia coloca la e en el pastel y lo cubre todo con arroz a banda de música.
Andalucía zarabea más cuando habla que cuando canta y canta más que habla. Extremadura hace algo parecido pero con más severidad y soltura.
Canarias se tropicaliza y arrastra las oes y las eses bailando un tumbao. Y en Baleares dejan de cantar y se ponen a silbar.
La melodía de un acento puede llegar a enamorar y también puede asustar. Los pueblos admiran, aman y reconocen la identidad en los acentos.
Galicia tiene un magnífico acento melancólico y cantarín que niñea con las palabras, pero que ha ocultado cuando ha emigrado a otro lugar.
El lúcido emigrante entendió muy bien el valor de la mímesis para protegerse en una tierra extraña y la ventaja de poder adquirir una herramienta que le permitía integrarse mejor y ocultar su origen humilde. Al mismo tiempo lo hacía admirable cuando de regreso a casa podía demostrar su valor o su éxito, mostrando otro acento.
Con esa agudeza metálica que posee al penetrar en la realidad, mi amigo Ángel Vázquez de la Cruz, contaba —una tarde de arroz negro y tinto del Priorato—, historias al respecto del acento que me hacen muchísima gracia.
Se trata del mozo que allá por los años sesenta emprende la aventura que todo chaval de aldea espera como la oportunidad de salir al mundo: irse a la mili.
Coincidió que en su tienda todos los compañeros eran andaluces, y al cabo de dos meses ya lucía un perfecto andaluz en sus labios. Cuando regresaba a la aldea, exhibía el nuevo acento como quien enseña el coche de importación que acaba de adquirir en prueba de su periplo viajero por tierras lejanas. Todos lo admiraban.
Ocurrió que una noche se juntaron con un grupo de gallegos y se pasaron de finos acabando él —y sus dos paisanos del Ribeiro— en el calabozo.
A los diez días de arresto se oyó bramar desde el trullo: ¡Cajóndiooossss! ¡Sacáime de eiquí que estou perdendo o acento!
Y de otro buscador de horizontes que comunicó a toda la cuadrilla de la aldea de Lugo su decisión irrebocable de marcharse para La Argentina. Todos le acompañaron a la estación del ferrocarril que le llevaría a Vigo donde embarcaría hacia Buenos Aires para hacer fortuna y conocer mundo. Todos le envidiaban. Al cabo de un mes el fulano apareció por la aldea y los amigos le interpelaron decepcionados el porqué de su apresurado regreso. A lo que les contestó: ¿Vos que querésss? Perdí la boleta ¿vale?
No se rían, que los hay que pasan unas horas hablando con un tejano y salen disparando como Pancho Villa. Y otros que perseveran en cantar La Marsellesa como una jota de León. Y otros a los que no les quita el acento ni la santa madre iglesia vaticana.
Cuestión de acentos… Cuestión de identidad.