La Voz de Galicia
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Por Luis Ferrer i Balsebre

El castigo del culpable está en que nunca podrá ser absuelto por el tribunal de su Conciencia.
Juvenal

Hay conductas que no dejan de sorprendernos. Son varias las personas que me han interpelado estos días acerca de qué pensaba sobre el caso del conductor que atropelló al chaval en La Rioja.
Resulta irritante que el tal Tomás Delgado, un ciudadano de 43 años residente en Santo Domingo de la Calzada, propietario de un flamante coche de alta gama y aparentemente normal, reclame 20.000 euros a los padres de Enaitz Iriondo, un joven de 17 años que voló la longitud de un campo de fútbol tras recibir el impacto del coche del Sr. Delgado. Irrita más, que el motivo de su reclamación sea el coste de la reparación de los desperfectos ocasionados a su súper buga por la bicicleta del chico. ¿Cómo se puede ser tan miserable?
Sólo hay dos explicaciones a una conducta así. Por un lado volver a recordar que por muy incómodo que resulte existe gente desalmada; gente de apariencia normal con la que nos cruzamos todos los días, charlamos, disfrutamos de su amistad pero que albergan en su interior una estructura de personalidad perversa a la que el sufrimiento del otro deja indiferente.
El psiquiatra suizo Kurt Schneider describió hace años una categoría de psicópata a la que llamó desalmado y de la que decía “caminaban sobre cadáveres” sin pestañear para ilustrar su frialdad emocional. Los individuos así no son necesariamente asesinos confesos, aunque potencialmente podrían serlo si la vida les lleva por esquinas en las que poder ejercer sus cualidades. No sienten compasión, emoción, ni culpa; no son conscientes de su capacidad para hacer sufrir y tampoco sufren por ello. Hay gente así por mucho que nos escandalice su existencia y no se puede recurrir al argumento convencional de que “tienen que estar enfermos” para disculparlos, porque este tipo de sujetos no lo son. La enfermedad mental es ante todo una patología de la libertad, una dolencia que no permite poner en juego la herramienta de control voluntario que es la voluntad. Los síntomas son —por definición— involuntarios, las conductas no. La conducta de los psicópatas es inteligente, lúcida, programada y sin duda alguna, voluntaria. No está condicionada por un síntoma ingobernable, por un impulso automático o por una alteración del pensamiento que los enajene. No son enfermos, simplemente son así y poco puede hacer la ciencia para cambiarlos.
Es un error plantear estas conductas como síntomas porque, al hacerlo, las colocamos en un registro de enfermedad que desresponsabiliza al sujeto de sus actos.
Pero el hecho de pedir una indemnización a los padres de la víctima por haberle causado desperfectos en el coche no convierte al Sr. Delgado en un psicópata, puede haber otras razones muy distintas a la de la crueldad para ello.
A veces el sentimiento de culpa nos invade de tal manera que no nos cabe otra expectativa que la de un castigo atroz. Es el miedo a tal castigo y la necesidad de sacudirse de encima el sentimiento de culpa, quien nos hace poner en funcionamiento un viejo mecanismo de defensa psíquico: la negación. Algo del orden del “yo no tuve nada que ver” o “esto no pasó”.
Si la insistencia en repetirse esta exculpación a uno mismo o la intervención de un profesional no lo remedia, no es raro que se recurra a toda una puesta en escena de actos y conductas encaminados a buscar la disculpa fuera de uno mismo.
Presentar una reclamación tan inhumana puede obedecer a algo tan humano como pretender que sea la voz de la ley quien diga que tú fuiste la víctima y no el verdugo.
Lo que ocurre es que hay un viejo aforismo psicoanalítico que dice : “Cuando alguien se siente culpable, es que lo es”. Y poco importa que uno haya tenido o no la culpa, porque el sentimiento no obedece a las leyes de la lógica ni tampoco a las del Derecho.
Psicópata o atormentado, esa es la respuesta y también la pregunta.

Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario Juan Canalejo