La Voz de Galicia
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Por Luis Ferrer i Balsebre

Hay cosas que, resultando aparentemente obvias, uno no acierta a entender cómo no las ve la gente que debería entender del asunto. Una de ellas son las patatas, que en Galicia son manjar exquisito y uno de los pocos productos del terruño protegidos por la denominación de origen europea (DOP) junto con el lacón, el pan de Cea y la ternera gallega.
La patata es conocida en España desde el siglo XVI procedente del Perú. Los españoles fuimos quienes la importamos a Europa además de los primeros que las utilizamos como alimento ya en 1573.
La difusión de la patata en Europa se hizo por dos frentes; uno español a través de Italia (y posteriormente a Flandes y Alemania llevada por los tercios), y otro inglés donde es traída desde Virginia en 1597 por el corsario Francis Drake , quien se la regaló al botánico Gerard para que la cultivara en su huerto londinense. El Navegante Walter Raleigh, en 1584, fue quien la aclimató en Irlanda, donde a partir del siglo XVIII es el alimento fundamental de los irlandeses.
El caso es que hoy en día uno se da una vuelta por Europa y sorprende comprobar el éxito que la patata ha alcanzado, hasta el punto de formar parte del paisaje urbano de sus principales capitales. Basta con darse un paseo por Bruselas para ver a decenas de viandantes dando cuenta de cucuruchos colmados de patatas fritas. Los belgas suelen fanfarronear haciendo suyo el invento, aunque en realidad fueron inventadas en 1853 por un cocinero indoamericano llamado George Crum en un hotel de Saratoga Springs en el estado de Nueva York.
Hay quien sostiene que el invento de las patatas fritas empezó en las tierras de Mondoñedo donde residía una asturiana llamada Matilde, barragana a la sazón del párroco de Villapedre a mediados del siglo XVIII, quien a su vez era oriundo de Andújar y tenía la costumbre de tener siempre en casa una tinaja de buen aceite de oliva cordobés, lo que animó a la asturiana a ensayar con éxito el invento de freírlas.
Si paseamos por Londres, a parte de los omnipresentes fish and chips, nos tropezaremos con numerosos carritos donde sirven las llamadas baquets potatos, es decir, patatas cocidas que parten por la mitad y acompañan con salsa al gusto del cliente.
Otro tanto ocurre si nos vamos a Berlín, donde las patatas son la escolta obligada de toda buena curywurts que se precie.
A lo que iba: ¿cómo es posible que teniendo en Galicia las mejores patatas del mundo a nadie se le haya ocurrido la idea de montar unos carritos semejantes a los ingleses donde se sirvan nuestras patacas a nuestro gusto? ¿Cómo no se siembra la geografía de las grandes urbes gallegas con estos tenderetes donde uno pueda degustar al paso una excelente pataca? ¿Cómo es posible que la patata gallega no se haya comido todo el mercado del ciudadano europeo ambulante?
Comentando el asunto con unos amigos aborígenes de la Galicia indómita del sur —y precisamente frente a una salchicha berlinesa con patatas— , ensayaban el argumento de que aquí, quien más o quien menos, todos tenemos una leira con patacas y nos las comemos en casa. Puede ser una explicación pero no me convence, y si fuera así, no me parece justo para los miles de turistas que nos visitan privarles de semejante deleite.
A mí me da que, simplemente, a nadie se le ha ocurrido poner un cabaceiro con ruedas en la plaza del Obradoiro, con patacas cocidas, aceite de oliva, buen pimentón, y un cartel de diseño que rece: Pataca de Galicia (DOP): a mellor pataca do mundo adiante.
Eso sí, en inglés, francés, alemán y japonés.
Luis Ferrer es jefe del Servicio
de Psiquiatría del Complexo
Hospitalario Juan Canalejo