La Voz de Galicia
Seleccionar página

Por Luis Ferrer i Balsebre

El autor identificado de la quema de retratos de los Reyes en Gerona se llama Jaume Roura Carellas. Es un chaval de aspecto descuidado —pendiente y media barba incluidos— que no debe rebasar los veinticinco años, es decir, toda su vida ha trascurrido en la Cataluña democrática bajo el amparo de una forma de gobierno que ha permitido el periodo de desarrollo más fértil de su historia (la verdadera y la inventada). El aspecto de Jaume no se diferencia mucho de los chicos de la gasolina que entretienen los fines de semana euskaldunes, ni el de tantos grupos de jóvenes que pueblan la geografía humana del mundo desarrollado.
Desconozco a qué se dedica el nen y qué formación ha recibido pero, por la forma de ejercer su libertad de expresión, deduzco que cuanto menos ha sido escasa o desenfocada.
Estos jóvenes provocadores que adornan nuestro tiempo no tienen nada que ver con el joven revolucionario de antaño, que apoyaba sus gestos en sólidos argumentos recolectados por textos prohibidos dentro de una lucha clandestina. Como casi todo en esta posmodernidad, en aquellos primaban más los argumentos y las palabras, y en estos las formas exageradas de la imagen.
En una democracia que asegura la libertad de expresión, quemar los símbolos del estado es algo desagradable y fuera de lugar. Se puede ser antimonárquico y proclamarlo de mil maneras sin necesidad de recurrir a acciones propias de países tercer mundistas o sometidos al imperio de la tiranía.
Algo falla en todo esto que no tiene que ver con las ideas políticas ni con la manoseada libertad de expresión. Fallan las formas, falla la sociedad y fallan los poderes públicos.
La pérdida de las formas está dentro de la lógica del derrumbamiento generalizado de las mismas en todo el ámbito social, desde el ocio juvenil hasta los programas del corazón, la escuela o el parlamento. La incontinencia, falta de respeto y educación, se han generalizado al amparo de una mal entendida libertad de expresión, olvidándose que tan importante como esta, es la forma de expresión de esa libertad.
La sociedad parece que contempla este tipo de actos exagerados como contempla los tocamientos en Gran Hermano, con esa distancia emocional entre resignada y excitante que da ser sólo eso, un mero espectador agazapado.
El aforismo democrático de que mi libertad acaba dónde empieza la del otro, no se está respetando. A muchos les molesta que quemen los retratos del Rey no porque sean monárquicos sino porque —afortunadamente en este país— no hay necesidad de hacerlo para defender unas ideas. Como no hay necesidad de que te destrocen el coche o te llenen de ruido y orines la calle para que unos cuantos se diviertan.
Claro que hay que proteger la libertad, pero hacerlo como aquellos que decía Leon Bloy, que salen corriendo a buscar un abogado mientras están violando a su madre, dudo que sea la mejor manera de hacerlo.
El sociólogo Mark Granovetter desarrolló en los setenta un modelo para explicar el comportamiento colectivo de un grupo cualquiera de individuos. De este estudio emergía la idea de que el desarrollo de una conducta social dependía no tanto de fuertes vínculos ideológicos como de relaciones débiles tipo amistad o cuadrilla; y esta idea vale tanto cuando se trata de explicar la afiliación a un movimiento político, como un linchamiento o una lapidación.
El número de individuos que se suman a una acción viene dado por el número previo de gente incorporada a la misma. Así habrá quienes para sumarse a ella necesiten de un determinado número previo de ejecutantes: unos necesitarán 100, otros 50, otros sólo un pequeño grupo de colegas y alguno, sólo uno.
La escena bíblica de la lapidación de la Magdalena ejemplifica a la perfección esta conducta sumativa que Jesús controló magistralmente con una sola frase. El Maestro conductor de masas sabía que esa primera piedra era la decisiva para desencadenar el tumulto, sabía que imitar una acción es más fácil que iniciarla.
Una primera piedra como la voz del padre de Pardal —el niño del cuento de Manolo Rivas en la Lengua de las Mariposas—: “¡cabrón cómenenos!” es la que detona la cobarde lapidación del maestro antes querido y admirado.
Parece que estamos llenos de padres de Pardal y escasos de maestros capaces de resistir la tentación de sumarse a la masa y plantar cara al desvarío.
¿Quién se atreverá a decirle a Jaume que no se puede jugar con fuego antes de que, sus amigos primero y una legión de Pardales después, saquen las cerillas? ¿Quién tendrá entonces el coraje de defendernos a todos, de gritar “¡yo también soy el Rey!”?

Luis Ferrer es jefe del Servicio
de Psiquiatría del Complexo
Hospitalario Juan Canalejo