La Voz de Galicia
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Por Luis Ferrer i Balsebre

Hay una cuestión en esto del estar en forma que sorprende cada día más. No es tanto el martilleo continuo de los medios de comunicación sobre lo saludable del ejercicio físico, sino las estadísticas que arrojan un saldo más que negativo en la práctica del deporte por la ciudadanía del país.
De acuerdo que es saludable por muchos motivos hacer ejercicio, pero ¿cual y de qué manera? Aquí ocurre que la gente cuando decide ponerse en forma piensa en dos posibilidades: una en que hacer ejercicio supone hacer el que se hacía cuando uno era joven, es decir, jugar al fútbol, al baloncesto o montar en bicicleta; y otra que viene servida por los iconos oficiales y mercantiles del bienestar físico: máquinas de musculación, aerobic, yoga, pilates y toda la ensalada de ofertas para ponerse en forma que ya han entrado en la lógica de la novedad y lo efímero propia de la posmodernidad. Lo nuevo despierta interés por lo que tiene de desconocido y de capacidad para estimular la fantasía de descubrir un algoritmo de bienestar sin esfuerzo. Véase sino, el éxito del montón de aparatos que prometen la erradicación de la lorza estival en poco tiempo y de forma científicamente probada.
Cabe distinguir entre los que hacen ejercicio porque les divierte y los que lo hacen por que “hay que hacer ejercicio”. Los que se divierten son más constantes que los que lo hacen por presión mediática.
Para los ciudadanos culpabilizados por no moverse y atormentados por todos los males que les van a sobrevenir, los intentos de cada temporada para empezar con el ejercicio comienzan con la compra compulsiva de un fantástico equipamiento deportivo y la matricula en el gimnasio. Y acaban a las pocas semanas en la deserción aburrida del mismo —que no dejan de pagar por no certificar una rendición que aumenta aún más la baja autoestima que ya se tenía antes de intentarlo—.
Miles de ciudadanos se apuntan cada otoño y primavera al gimnasio buscando borrar los excesos del verano o las navidades. Y se apuntan dispuestos a someterse a cualquier disciplina, cuanto más nueva mejor —se deben creer que el problema de la continuidad en el ejercicio depende más de lo que se haga que de ellos mismos, viejo autoengaño—.
En la ilusión por ponerse a punto hay un principio de deseo : “Empezaré el gimnasio y en poco tiempo veré cincelado mi palmito de forma atlética y juvenil”; y otro de realidad: “Llevo tropecientos abdominales y no hay manera.” Al final, acaba imponiéndose la realidad y la matricula se va a la mierda brindando con una caña bien fresquita.
Sin embargo, uno ve a mucha gente delgada y en forma, que lejos de máquinas espaciales y horarios imposibles, no hace otra cosa que caminar.
Caminar es la actividad física más humana, la más básica y fisiológica. Caminando se queman calorías de forma suave y se tonifican todos los grandes músculos de las piernas, la espalda y el abdomen. Caminando se puede pensar, escuchar música, charlar, sentir la temperatura, los olores, la luz y el sabor del viento o la niebla; da igual que la caminata sea urbana, al borde del mar o en la montaña, siempre regala sensaciones interesantes. Caminando una hora al día quemas quinientas calorías, descubres los cambios del paisaje, ordenas un montón de ideas, escuchas música, duermes y estas de mejor humor. Además es gratis.
Algunos creen que un paseo diario a buen ritmo es cosa de cardiópatas y prefieren machacarse con otros excesos deportivos, que en muchos casos son los que le acaban mandando al hospital.
Claro que caminar, no tiene el glamour de unas súper máquinas atómicas, unos movimientos ergonómicamente estudiados, el aura oriental de técnicas secretas, ni los modelitos de marca para sudar. Pero es eficaz, barato y gratificante.
Caminar puede resultar un pelín cutre para el ciudadano posmoderno que no reconoce la bondad de lo sencillo ni la grandeza de lo clásico.
Hay que hacer ejercicio para vivir mejor y no para “escapar da morte” como decía un paisano al ver al tipo cuarentón enfundado en un chandal de diseño, colorado y corriendo como un loco.

Luis Ferrer es jefe del Servicio
de Psiquiatría del Complexo
Hospitalario Juan Canalejo