Comer o cenar con amigos fuera de casa tiene un riesgo temible: esa especie de falta de asertividad que nos invade a la hora de solicitar la comanda y que hace que nadie se atreva a pedir algo convencido y sin dudarlo. Una especie de pudor absurdo a desvelar sin rodeos lo que te apetece. Una duda infantil de querer conocer primero lo que quieren los demás -«el deseo es siempre el deseo del otro», nos alumbra el psicoanálisis-. Una extraña predisposición a aceptar cualquier propuesta, aunque no te apetezca demasiado por temor a dar el cante. Una cosa rara.
El caso es que el asunto suele acabar con la temida frase de: «¿Por qué no pedimos así, algo para picar…? Empieza el martirio.
Lo habitual es que en todo el pupurri de platos que se piden con un dudoso consenso no esté el que más te apetecía, o que esté y no llegues ni a probarlo porque sus coordenadas espaciales quedan fuera de tu alcance. Estas cenas participadas siempre resultan escasas y, como siempre que la comida es insuficiente, acaba sobrando o se enfría. Nadie se atreve a hablarle al Emperador y soltar un: «Pues yo me quedo muerto de fame» o «Yo quiero una tortilla para mí solo». No queda bien.
Personalmente, hace años que he optado por esta opción impertinente que siempre me devuelve el mismo muaré de caras de desconcierto y censura. Algunas transmiten su deprecio por no querer compartir, otros simplemente te toman por un borde o un rarito.
En las cenas de picoteo nadie se moja, son muy fraternales y hacen mucha panda, pero nunca son cenas de recordar. No pasan a la historia.
Las cenas de recordar son litúrgicas. Necesitan de una puesta en escena y una mínima concentración. Son silenciosas y onanistas, eres tú solo con ese placer sorprendente o deseado.
Las cenas de recordar necesitan un plato protagonista y principal, no un puzle de «cositas».
Y esto viene a cuento porque reflexionando sobre el cónclave socialista del otro día, me vino al alma la misma sensación.
El congreso de Madrid fue el típico «algo para picar»: Un poco de rojo, un poco de morado, un poco de verde, un poco de arco iris, un poco de laicismo, un poco de «todos nos queremos» y otro de lo que haga falta y ya nos llamamos… El mismo temible barallete con la misma clave del cenáculo: la ausencia de un plato sustancial.
Solo la floral Susana se atrevió a alzar la voz y soltar un: «¡Pues yo quiero rabo de toro! y si acaso ya pruebo algo de lo vuestro».
Acabarán mal comidos y mal avenidos.