En medio de la que está cayendo, reverdece con vigor el añejo ejercicio de la manifestación, la mani, en términos coloquiales.
Que la gente se eche a la calle para expresar su protesta ante algo o alguien es un ejercicio democrático saludable con el que —quienes hemos vivido casi toda nuestra vida en democracia— estamos familiarizados y hemos practicado en más de una ocasión.
Las manis pueden ser de dos formas: espontáneas o programadas. Las manis espontáneas suelen ser más auténticas y sentidas. Una expresión voluntaria y rápida de la indignación supina que siente la gente ante la impotencia de no poder hacer mucho más que manifestarse en la calle para hacer llegar dicho testimonio a quien corresponda. El hecho de ser espontáneas les da un calado mayor ante los poderes porque resultan más verdaderas y serias; ejemplo claros de esta musculatura social lo constituyen la manifestación contra el Prestige que tuvo lugar hace unos años en Compostela y la del 11-M en Madrid.
Las manis programadas obedecen más bien a una estrategia de grupos y tienen un carácter más descafeinado por la connotación interesada que todo ejercicio grupal conlleva. Una mani programada expresa sobre todo el sentir de la organización que la convoca que puede —o no— ser extrapolable a lo social. Son, por tanto, un ejercicio más de confrontación que de expresión, son más fácilmente manipulables y polisémicas, y para quienes no figuramos afiliados a la entidad convocante resultan bastante más incómodas y dudosas.
Pero aparte del tipo, quién, cómo y cuándo se convoca una manifestación, últimamente casi todas las manis me resultan bastante indiferentes. Reiterativas por lo semejantes y, sobre todo, por el aspecto festivo e infantil con que últimamente se organizan.
Hace poco Vicente Verdú ejemplificaba el tema escribiendo: «Los efectos de la globalización han resultado trágicos para millones de personas, pero en Barcelona las manifestaciones antiglobalización plantearon los enfrentamientos ante el Consejo de Europa con el siguiente programa de actos: 9.00 horas, pedalada intergaláctica; 09.30 horas, caza lobbies; 11.00 horas, pintada de un mural zapatista; 16.30 horas, reparto de palomitas transgénicas; 18.00 horas, circo para denunciar el circo gris y criminal del imperio global».
Los rebeldes se conducían como niños y se expresaban como párvulos, desfilaban disfrazados de piratas o payasos y tocaban timbales, bailaban o cantaban en un atmósfera que recordaba un cumpleaños escolar.
Y es que para quienes lo están pasando verdaderamente mal y acuden a una mani para dejar constancia de su malestar, resulta paradójico pensar que la mejor forma de combatir una injusticia sea montando un número circense o escenificarlo como si de un juego se tratase.
En realidad estas manis lúdicas que se organizan últimamente no son más que otra expresión del carácter infantil y light de nuestra sociedad, como todas las muestras de la solidaridad a distancia —física o emocional— de la que hacemos gala.
Así que si hay que manifestarse, hay que hacerlo como en misa; se manifiesta uno y se va para su casa. Ir de juerga con los amigos o montar números circenses se puede hacer en cualquier otro momento y desde luego, a muchos no nos parece serio.
La manifestación debe de ser una expresión de la razón, y no de la imaginación.
Hay que tener cuidado con la proliferación de manis en estos tiempos difíciles, si no se dosifican con cuidado y seriedad, se corre el riesgo de que pierdan toda su capacidad testimonial y pasen a cumplir la única función de divertir a la peña.
Hoy más que nunca necesitamos que las manifestaciones trasmitan toda la seriedad y preocupación de la opinión pública.
No está la cosa para manis fiestaciones.
Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario Universitariode Santiago (CHUS)