La Voz de Galicia
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Una de las especies menos amenazadas por el peligro de extinción que existen en estos tiempos de crisis neomodernos es —sin duda alguna— la de los gorrones.
El gorrón es una especie evolucionada del pícaro, que todavía subsiste a sus anchas mostrando una sorprendente capacidad de adaptación.


El pícaro es esa clase de gente —no exenta de simpatía— que vive irregularmente, pululando, estafando, engañando y evitando con astucia caer en manos de la justicia. De estos hay muchos en todos los lados.
El gorrón, en cambio, se identifica con esa personas que abusa de los demás haciéndose invitar o no pagando las cosas y servicios que utiliza. El gorrón es una especie de pícaro integrado.
La evolución del gorrón arranca del pícaro, pero se distancia de él en cuanto pasa a convivir plenamente con el resto de la especie sin situarse en la marginalidad.
Tampoco dispone el gorrón del atributo de simpático que posee el pícaro. El gorrón puede llegar a ser motivo de pesadillas nocturnas y no precisamente por deseos sino más bien por temores a tenerlo demasiado cerca. Por lo incómodo y fatigoso.
A la rica taxonomía clásica de los gorrones se han incorporado en los últimos tiempos varios individuos nuevos producto de los nuevos tiempos.
Uno de los más temibles es el vecino gorrón. La migración del campo a la ciudad llevó a las gentes a convertirse en ciudadanos y a vivir en comunidad de pisos compartidos, lo que resultó un abono excelente para la aparición y desarrollo del vecino gorrón.
El vecino gorrón convive perfectamente con casi todos y no se corta lo más mínimo para pasar de pedirte la sal, a desvalijarte el kit de bricolage después de un par de sonrisas y cuatro comentarios sobre el tiempo en el ascensor. Frecuenta poco las juntas de vecinos y protesta más que nadie. Se sabe la vida de todos y si siente hambre gorrona no duda en atacar a cualquiera de la escalera con quien haya cruzado cuatro palabras y dos sonrisas. Los médicos y sanitarios somos de los más apetecidos como presas.
Otro espécimen pavoroso es el gorrón informático. ¡Librete Dios!  que se te ocurra mostrar algún conocimiento informático en la escalera: estarás perdido. Sufrirás llamadas intempestivas, súplicas inmisericordes, lástimas ineludibles y no dejarás de estar sometido hasta que no  tires el ordenador por la ventana. Son muy pegajosos.
Los gorrones intelectuales son otra subespecie contemporánea: son individuos que llevan lanzando el mismo discurso desde hace décadas. Lo hacen desde una posición simbólica de iluminados por una verdad, que al resto de la tribu —tampoco muy preocupada por pensar, eso es verdad— la deja bloqueada por un sentimiento de culpa por no ser capaz de ver los rayos saliendo de la luz del paladar que parece que ven, pero teniendo que aguantar, mantener y mostrar respeto a un montón de gorrones de este tipo.
Junto a los clásicos gorrones de rondas, bodas y festejos, salidas nocturnas y demás, conviven los gorrones lujuriosos —aquellos que te miran y te quitan la mitad de estilismo—; los gorrones envidiosos, que son aquellos que te sangran en la misma cantidad que te ponen a parir; los gorrones sanitarios, que engullen recetas y recursos en la misma cantidad que disfrutan del placer de no pagar.
No, si gorrones hay muchos. Y pícaros también, con bigotes, faldas, smokings y mono de faena, en todos los lados que se cuezan habas.
Es difícil combatir a los gorrones porque generan cierta lástima y resulta muy desagradable desenmascararlos, da la impresión como si los fueras a ofender, es curioso. A lo mejor es una suerte de vergüenza ajena especular la que nos invade a la hora de recriminarles su conducta.
Siempre me impresionó por lo sútil y gloriosa la frase del compañero de mus dirigiéndose a la plétora de mirones que asediaba la mesa: “muchachos, aquí los gorrones son de piedra y dan tabaco.”
Pues eso.
Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complejo Hospitalario de Santiago