A finales del 2013 se publicaba en el Boletín Oficial del Estado la debatida Ley 19/2013 de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, tras casi dos años de tramitación parlamentaria. Se cubría de esta forma –mejor o peor según los críticos- una grave laguna de nuestro pais para podernos asimilarnos a una verdadera democracia. Transparencia pública que hoy más que nunca es necesaria para tratar de regenerar la maltrecha clase política.
En el Preámbulo de esta Ley se recuerda que, con anterioridad, en virtud de la Ley 27/2006 se reconocieron los derechos de acceso a la información, a la participación pública y acceso a la justicia en materia de medio ambiente, cuyo mejor comentario jurídico sigue siendo el de mis buenos amigos, Jose Antonio RÁZQUIN LIZARRAGA y Ángel RUIZ DE APODACA (Editorial Aranzadi, 2007). A su vez, esta Ley había transpuesto al ordenamiento español dos Directivas comunitarias (2003/4/CE y 2003/5/CE) receptoras del Convenio de la Comisión Económica para Europa de Naciones Unidas sobre acceso a la información, la participación del público en la toma de decisiones y acceso a la justicia en materia de medio ambiente de 25 de junio de 1998, conocido como “Convenio de Aarhus”. En el origen de este importante Convenio late el Principio 10º de la famosa Declaración de Río de Janeiro de 1992 en el que se declara entre otras cosas que “toda persona deberá tener acceso adecuado a la información sobre el medio ambiente de que dispongan las autoridades públicas, incluida la información sobre los materiales y las actividades que ofrecen peligro en sus comunidades…”. En definitiva, nuestro sistema jurídico reconoce que el acceso a la información ambiental es un presupuesto para la participación pública en los asuntos que afectan al medio ambiente.
Por lo tanto, mucho antes de que se haya estrenado en España –en su versión cabal- el “derecho a la información pública”, se venía reconociendo desde mediados de 2006, tanto el derecho del público (personas físicas o jurídicas) a “acceder a la información ambiental que obre en poder de las autoridades públicas o en el de otros sujetos que la posean en su nombre” (art. 2,1, a) de la Ley 27/2006) como las obligaciones de las Administraciones Pública y autoridades públicas de informar al público en materia ambiental (bien mediante las actividades de difusión determinadas en los arts. 6 a 9 de la misma Ley, o bien previa solicitud de los ciudadanos en los términos de sus arts. 10 a 12).
Además, insertos como estamos de lleno en el siglo XXI, la repetida Ley 27/2006 recoge la obligación para las Administraciones Públicas de “fomentar el uso de las tecnologías de la información y de las telecomunicaciones para facilitar el acceso a la información” (art. 5,1, e). Un mandato que fue inmediatamente ratificado por lo que se refiere al menos a la Administración General del Estado por la Ley 11/2007 de acceso electrónico de los ciudadanos a los servicios públicos.
En definitiva, en el momento actual las Administraciones Públicas que tienen competencias sobre el medio ambiente están obligadas a difundir información ambiental relevante y a facilitar información individualizada a los ciudadanos en esta materia. Se atribuye a AL GORE la frase siguiente: “la Administración no tienen nada que ver con adivinar sino con saber. Los que ocupan cargos de responsabilidad deben poseer la información que necesitan para tomar decisiones acertadas”.
Pese a las deficiencias que se han podido dar en la aplicación de la referida normativa que exige la transparencia pública en materia ambiental, hay que reconocer que los instrumentos jurídicos puestos en manos de los ciudadanos para ejercitar su legítimo “derecho a conocer” sobre el estado del medio ambiente son muy considerables.
El “último grito” en la información pública ambiental es la puesta a disposición de los ciudadanos de aplicaciones informáticas (“apps”) para los dispositivos móviles electrónicos (“smartphones”, tabletas, etc.) con un contenido ambiental. Es el caso de la “Environmental Protection Agency” de los Estados Unidos -en la línea del nuevo «open government»- que dispone ya de más de 290 “apps” para el conocimiento y protección del medio ambiente. También la “Agencia Europea de Medio Ambiente” ofrece a los ciudadanos una serie de “apps” para informar sobre el estado del medio ambiente atmosférico de los ciudades europeas (“EuropeAir”), información ambiente de diversa naturaleza (“GreenTips”), localización de áreas naturales protegidas (“iEnvirowatch”), etc.
Aparte de estas iniciativas públicas, este tipo de aplicaciones ambientales (conocidas como “green apps”) estaban ya disponibles –y siguen proliferando- en el mercado (o de forma gratuita) para los internautas, para funciones tan diversas como el cálculo de la “huella ecológica”, el ahorro del consumo energético, la medición del ruido ambiente, la medición de las emisiones industriales de CO2, la difusión de “consejos verdes”, la localización de “puntos limpios” para el reciclaje o la geolocalización de los espacios naturales protegidos, etc.
Sin despreciar la información procedente de los poderes públicos (que puede caer en la «tentación» de maquillar los datos adversos sobre su gestión ambiental) o del mercado, considero, no obstante, de gran importancia la labor que vienen desarrollando los periodistas ambientales y, en particular, en España la “Asociación de Periodistas de Información Ambiental” (APIA) -fundada a finales de 1994- que el pasado mes de octubre de 2013 organizaron el X Congreso Nacional de Periodismo Ambiental, bajo el título #Tenemos Futuro. Su función institucional de promover una información veraz en materia de medio ambiente los hacen imprescindibles para mantener una opinión pública libre y, en su caso, para ejercer una legítima función de control sobre los poderes públicos en sus obligados cometidos de protección ambiental.
Los que formamos parte de la “blogosfera” contribuimos, en mayor o en menor medida, a dicha tarea de depuración informativa y de fomento la defensa del medio ambiente. Como puso de manifiesto el Grupo de Trabajo 24 del Congreso Nacional del Medio Ambiente de 2012, las “redes sociales” están llamadas a desarrollar un enorme potencial en la configuración de las futuras políticas ambientales y de concienciación y educación ciudadanas.
No es pequeña nuestra responsabilidad –de cara a la ciudadanía- de trabajar con la máxima seriedad posible, sin gratuitos alarmismos y sin inconfesables intenciones manipuladoras de la opinión pública, pero siempre con valentía, en particular cuando ejercitamos nuestro constitucional derecho a difundir la información ambiental.
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