La Voz de Galicia
Sobre lo ambientalmente correcto, lo sostenible e insostenible y otras inquietudes acerca del estado del planeta Tierra
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¿Cuánto vale disfrutar de un atardercer en el Serengeti o desde Finisterre? ¿cuánto el armónico canto de un jilguero o un canario? ¿cuánto el aire que se respira en un frondoso bosque o el embriagador aroma de una rosa? ¿cuánto el misterioso fulgor de las auroras boreales? ¿cuánto el colorido de las mariposas Esmeralda?… Nadie sabría responder a estas absurdas preguntas y, sin embargo, estaríamos dispuestos a pagar, quizá una gran suma de dinero, por aprehender estas maravillosas realidades de la naturaleza. Pero, como reza el dicho: sólo el necio confunde valor y precio.

El popular filósofo norteamericano, Michael J. SANDEL, exitoso Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Harvard publicó en 2012 un sugerente ensayo titulado “Lo que el dinero no puede comprar. Los limites morales del mercado” (publicado este año en España por la Editorial Debate). Tras la era del triunfalismo del mercado que parece haber tocado a su fin con la crisis financiera de 2008, necesitamos –como defiende el autor- repensar el papel que los mercados deben desempeñar en nuestra sociedad. Sin embargo, “la intromisión de los mercados, y del pensamiento orientado a los mercados, en aspectos de la vida tradicionalmente regidos por normas no mercantiles –dice SANDEL– es uno de los hechos más significativos de nuestro tiempo”. Y, para corroborar esta realidad, cita varios ejemplos relacionados con el medio ambiente, como por ejemplo, los “permisos de contaminación comerciables” (el llamado “comercio de emisiones” promovido tras la aprobación del Protocolo de Kioto en 1997) como un medio de reducir, a escala global, la contaminación de gases de efecto invernadero.

El profesor de Harvard encuentra en este ingenioso mecanismo mercantil de lucha contra el calentamiento global un problema moral ya que el reconocido “derecho a contaminar” –que se puede comprar o vender en el mercado- “puede hacer más dificil fomentar hábitos de sacrificio, de refrenamiento compartido, que requiere una ética medioambiental responsable”.  ¿Es legítimo poner precio a bienes que consideramos que no tienen precio, cuando de lo que se tratar es promover un crecimiento económico o lograr una mayor eficiencia económica?

De igual modo, pone el ejemplo de la caza de rinocerontes en África y de la caza de las morsas en Canadá, restringida a acaudalados cazadores, que reportan a las poblaciones locales grandes beneficios. En ambos casos, en opinión de SANDEL, la satisfacción de un deseo perverso de una caza (de especies amenazadas) como mero trofeo “no entra en ningún cálculo de utilidad social”.   

En una sociedad como la nuestra en que todo es susceptible de venta («cada hombre tiene su precio», se suele afirmar) es preciso restringir el mercado a la economía y no permitir una “sociedad de mercado” en la que los valores mercantiles penetran en cada aspecto de las actividades humanas e incluso de su entorno natural y de sus externalidades.

Todo lo anterior es perfectamente conciliable con una tendencia que se observa en el mundo de la macroeconomía, en los últimos años, y es la iniciativa para mejorar la medición del crecimiento económico y el progreso social (por ejemplo, el Proyecto de la OCDE “para la medición del progreso de las sociedades” o la Comunicación de la Comisión EuropeaMás allá del PIB.Evaluación del progreso en un mundo cambiante”). En particular, destaca el trabajo realizado por la llamada “Comisión Stiglitz” –promovida en 2009 por el Presidente francés SARKOZY y presidida por el reconocido economista y Premio Nobel (2001) norteamericano– que se plasmó en el Informe de la Comisión sobre Medición del Desarrollo Económico y del Progreso Social. Sobre la base de la generalizada insatisfacción con las actuales herramientas estadísticas para medir el estado de la economía y del bienestar (destacadamente el “Producto Interior Bruto”). Entre las doce recomendaciones que se formulan en el citado Informe, algunas están dirigidas a la medición del bienestar material, otras relativas a la calidad de vida y, finalmente, las orientadas al ámbito del medioambiente y de la sostenibilidad.

La Recomendación nº 12 –netamente ambiental- señala que “los aspectos ambientales de la sustentatibilidad merecen un seguimiento separado que radique en una batería de indicadores físicos seleccionados con cuidado. Es necesario, en particular, que uno de ellos indique claramente en qué medida nos acercamos a niveles peligrosos de amenaza al ambiente…” (por ejemplo, mediante la fijación de la “huella ecológica” o la “huella de carbono”).

En definitiva, intentar valorar económicamente para su protección los recursos naturales y otros bienes del medio ambiente parece una tarea no sólo legítima sino necesaria, derivada del sentido de responsabilidad hacia las generaciones futuras. Pero pretender someterlos, plena y crudamente, a la dinámica y veleidades del mercado, no deberíamos consentirlo.