La Voz de Galicia
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Virxilio Viéitez podría ser el paradigma de ese caprichoso carrusel que es el arte contemporáneo. Una gran atracción de feria dominada por las vanidades, el azar y una cierta arbitrariedad que muchas veces roza el sainete. Al final de su vida Virxilio disfrutaba en la taberna de una taza de vino, después de una vida de trabajo y fatigas, mientras los intelectuales levantaban elaborados discursos curatoriales sobre su obra para poder acomodarla, con toda justicia, de esto no hay duda, en las paredes de un museo. Nada sabía Virxilio de la pedante sequedad de la escuela de Dusseldorf, ni de la machacona mirada costumbrista de los maestros contemporáneos. Tampoco de las agotadoras pretensiones del documentalismo etnográfico. Virxilio tenía un oficio y una intuición fuera de lo común. Esa ausencia de bagaje (o de lastre, según se mire) le permitía lograr una pureza extraña, salvaje y cruda. Hoy hacer su trabajo sería imposible sin disponer de una máquina del tiempo. Solo con una máquina del tiempo podría capturarse algo parecido a esa portentosa inocencia. Inocencia en el que tomaba la fotografía e inocencia en el que acudía, con timidez y cierto reparo, a retratarse. Una ceremonia mágica en la que ambos se citaban sin comprender del todo lo que estaba ocurriendo. Estas fotos se hicieron antes de que la fotografía entregase sus misterios al gran guateque digital en el que, gracias a esa cosmética monstruosidad llamada Instagram, nos parece que un filtro convierte una castaña en una buena foto. Tampoco sería posible hoy hacer un trabajo como el de Cristina García Rodero. Cualquier ceremonia humana, atávica y ritual, no se celebra ya sin la tozuda presencia de una numerosa población de fotógrafos, hambrientos de lugares comunes. Cualquier tribu lejana puede acabar participando en un reality. Y los fotógrafos ni siquiera respetan una cierta distancia. Las hordas arrasan la escena con la devastadora planitud de un gran angular. Un objetivo para el cuerpo a cuerpo, no para la reflexión. Hay aún otra característica en el fenómeno Viéitez que les encanta a los constructores de la cosa contemporánea: el descubrimiento. Nada les gusta más que descorrer los velos que conducen a una realidad desconocida. Pisar un terreno virgen. Encontrar ocultos en un desván, como en una aventura arqueológica, los negativos que un día fueron el trabajo de una vida. Estoy seguro de que Virxilio no pensaba trascender ni triunfar como artista. Era tan bueno que su trabajo ha llegado solo, sin que su autor tuviera que impostar un personaje ni abandonar Soutelo de Montes para perseguir cualquier aroma de vanguardia.