La galería compostelana Trinta tiene por costumbre encargar a sus artistas un texto como presentación de sus exposiciones. Esto viene muy bien para aligerar tanto palique fiado a la crítica. De hecho, para esta crónica, debería hacer un corta-pega del texto de Ignacio Pérez-Jofre y firmárselo a él. Porque su texto es sencillamente perfecto.
Cuando entras en la sala te encuentras con una imagen bastante inusual en una galería de arte contemporáneo: cuadros de flores. Las flores habitan humildes frascos o tarros de cristal que Pérez-Jofre encuentra en el entorno del estudio. Su transparencia permite ver como los tallos se retuercen y se convierten en brochazos turbios, de gran riqueza pictórica. Lo que no pinta, lo que respeta, es aire o reflejo. No hay una decidida intención de cerrar el bodegón porque no hay más elementos con los que lograr un diálogo espacial. El conjunto no pesa ni está asentado en el lugar que dictaría la lógica de una composición tradicional. Flota.
Parece ser que esto de las flores merece una explicación. En su texto, Pérez-Jofre da al menos tres o cuatro pretextos críticos. Cada uno de ellos sería un enfoque idóneo para esta crónica. Al final acaba confesando el verdadero Leitmotiv. Su mujer trajo un día a casa un ramo de flores y, cuando les puso un jarrón por fuste, aquello cambió la habitación y cambió también el estado de ánimo de los dos. Cuántas veces una vivencia es más determinante en la obra de un pintor que todo ese intelectualizado lastre con el que cargan los artistas más avisados, siempre lleno de guiños, deudas y autorreferencias.
Los floreros de Pérez-Jofre no tienen la relamida suntuosidad de los que pintaba el gran Odilon Redon, ni la picardeada mirada de las fotos de Mappelthorpe. Su aroma es abstracto, como si la violenta pincelada de De Kooning tiñera la neutralidad minimalista de una tela imprimada. Un De Kooning en frasco pequeño. Sin grandilocuencia. Contenido. El sencillo florero encierra entonces expresionismo abstracto, minimalismo y un cierto rastro conceptual, porque cada flor es como una tipografía de Joseph Kosuth. Pero tiene algo más importante: una contemporánea reivindicación de la pintura de caballete. No creo que haya nada más moderno.
Ignacio Pérez-Jofre pinta sus flores del natural, pero no con la enfermiza pretensión hiperrealista de traerse todo de vuelta a casa, no con el utópico anhelo de aprehender el instante preciso. Se trata de sentir una realidad sin intermediarios. Directamente de la fuente. Sin la torpe mediación de la fotografía. Ni de proyecciones o transferencias. Retroceder un par de siglos atrás para avanzar. Para este fin utiliza óleo y lo dispone en una paleta como los maestros antiguos. Colocando en círculo la gama elegida: la gramática del color. Es como cuando los pintores conocían los colores por su nombre de pila. El azul podía ser de Prusia y el verde deber su opacidad al cobalto. Teniendo todos los colores cerca y teniendo delante la flor, la mano que maneja el pincel se mueve frenética, mezclando el óleo ora en la paleta ora directamente en el lienzo crudo. Que el lienzo permanezca sin fondo no es casual. Pérez-Jofre interviene solo donde es pertinente. Con precisión quirúrgica. Dejando al margen toda retórica para pintar solo lo que quiere pintar. Lo que antes solía llamarse inocentemente el motivo. En su obra eso del motivo es determinante. Es un cronista de lo cotidiano, de las cosas más pequeñas y cercanas. Las rutinas también encierran grandes epopeyas: es el triunfo de la observación.