La Voz de Galicia
Seleccionar página

Hay colecciones de arte que son como un álbum de cromos. Sus dueños se reúnen en el recreo para cambiar postalitas. Algunos cromos son muy codiciados y escasean. Pero hay otros muchos repes. Todas suelen tener lo mismo y muchas de ellas responden al secreto deseo de un personaje acaudalado de fotografiarse a lado de un icono. Como un caprichoso safari donde cobrarse las mejores piezas. Hay otras colecciones que son como un álbum de familia. Todo en ellas tiene un toque cercano, como de casa. Pero huelen un poco a cerrado. A naftalina. La colección Barrié no pertenece a ninguno de estos dos grupos. Gira en torno a la pintura pero a condición de que aún esté fresca. Es algo así como una colección en tiempo real. Se construye a medida que ocurre. A veces la pintura no mancha porque su epidermis no nace de una brocha. La pintura no le debe a la liquidez su razón de ser. Es la forma más razonable de acercarse a la pintura. Sin el ajustado corsé del bastidor. Destrozándolo a la manera de Ángela de la Cruz si es preciso. Además la colección Barrié visita el estudio del artista. No adolece de obsesiones localistas ni internacionales. Ni siquiera historiográficas. No es un establo de vacas sagradas. Por eso, antes de que Ángela de la Cruz fuera un titular en la sección de cultura, cuando Turner llamó a su puerta, la colección ya tenía obra suya. En la exposición podemos asistir a agradables conversaciones entre Alvaro Negro e Imi Knoebel (y por cierto un gran Imi Knoebel, no un cromo cualquiera de esos que toda galería pudiente quiere tener en el fondo de su armario) o entre Teo Soriano (en pocos pintores la pintura, como la misma materia, tiene una presencia icónica tan marcada) y Helmut Dorner. El montaje se amolda a un edificio difícil, pero logra habitarlo con bastante naturalidad. El Miquel Mont, por ejemplo, se dobla imaginativamente en un recodo y te conduce a una sala que tiene algo de temático. Aunque derive desde el neoconcretismo de Gerardo Burmester y la metapintura de Jean-Marc Bustamante a la instalación de Albano Afonso. Otra vez saliendo de la pintura para hablar de pintura. Detrás de dos paneles, un poco ocultos, hay dos formatos medios de Frank Nitsche capaces de saciar la sed de los amantes de la pintura construída. Hay un Sandra Cinto en el hueco de una escalera. Porque en una escalera, desde que Duchamp hizo bajar por una de ellas un desnudo o desde que Oskar Schlemmer retrató a los estudiantes bullendo en la escalera de la Bauhaus, siempre pasaron cosas importantes. Destaca una obra de Manuel Vilariño que detiene el tiempo y te coloca delante de tu propia levedad. Es un bodegón español. Barroco contemporáneo. Su transversalidad es notable. Pintura, fotografía, poesía e Historia del Arte: todas estas disciplinas están citadas. Si conoces un poco a Vilariño, puedes mirarle de frente en la obra. Está presente y te devuelve la mirada. En el catálogo, cada imagen está acompañada de un texto, apenas un párrafo, en el que el artista habla de su obra. Con frecuencia al autor se le piden explicaciones. Los textos constatan un hecho inexorable: siempre hay mucho más en la imagen que en la letra. Y una cosa más: entre la obra y el atribulado artista hay un vasto espacio para que el espectador se sitúe. No hay un único camino ni un mapa. Buen viaje.