La Voz de Galicia
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Hay fotos cuya potencia no reside en el encuadre, en la composición, en la temperatura del color o en cualquier otra chuchería de esas que hacen que la fotografía tenga un lenguaje rico y dicharachero. Hay fotos que funcionan mejor en la sequedad, casi en la torpeza. Una frase corta. Un golpe bajo. Una caricia tosca. La literalidad de esta imagen, por ejemplo. Su rotunda parquedad es suficiente para retratar la frialdad quirúrgica del interiorismo penitenciario. Es como si el mobiliario del comedor de Guantánamo se hubiese comprado en el rincón del torturador de unos grandes almacenes. La Justicia nunca prestó mucha atención a los complementos. Los necesita para administrar justicia y, de alguna forma, el reo es castigado además con la fealdad y la humillación de un diseño lacerante. Qué necesidad hay de que tus digestiones te sobrevengan con grilletes en los tobillos. El mono naranja y las chanclas, el plástico de la silla, la mesa atornillada al suelo. No me atrevo a imaginar el menú del comedor.
El catálogo de complementos de la Justicia es aterrador. Andy Warhol se curró una serie de serigrafías de una silla eléctrica. No era arte social. Era su habitual frivolidad combinada con la pionera lucidez necesaria para entender, antes que nadie, que en el mundo del arte se puede vender lo que sea. Al verdugo de Berlanga le temblaban las piernas cuando se acercaba al garrote vil, nuestra fiera contribución patria. Pero quizá la guillotina sea el único apero justiciero digno. Posee una cierta elegancia jacobina. No es que yo sea un afrancesado, pero comparar la guillotina con el garrote vil es como comparar la «nouvelle vague» con el landismo.
De Guantánamo solo debería perdurar «La guantanamera». Si se admiten peticiones, en la versión de José Feliciano. Sus versos parecen responder al horror con belleza: «Para el cruel que arranca el corazón con que vivo, cardo ni ortiga cultivo, cultivo la rosa blanca». Pero la herida continúa abierta. Todavía hay 171 hombres que esperan su destino mientras devoran  el rancho encadenados al piso.

La foto es de Jorge A. Bañales, de EFE