La Voz de Galicia
Seleccionar página

A los mandatarios les gusta fundar clubes privados y hacer fiestecitas. Las fiestas G se remontan a principios de los setenta. Primero fueron seis, luego siete, más tarde ocho y ahora hay esta otra versión desmelenada, en formato guateque, en la que se reúnen veinte. Cuando llega la foto de familia tropiezan unos con otros, se buscan con la mirada, se producen roces torpes mientras buscan en el suelo la marca de su país. Zapatero recibe una palmadita condescendiente de Obama, una de esas fotos que le vendrán al pelo para ilustrar una paleta autobiografía; Merkel y Sarkozy hacen manitas mientras despliegan sus plumajes respectivos: ella de frío acero alemán, él de refinado satén francés; Berlusconi, experto en bacanales, siente más que nadie esa sensación de fin de fiesta, la tristeza que se cierne sobre la mañana de carnaval. Tiene sobre su espalda el aliento escrutador de los cancerberos de la economía. Papandreu se paseó fugaz y taciturno por la alfombra roja de Cannes. Sin rastro de glamur. La alfombra roja resultó que en realidad era un tapete verde y durante la partida Papandreu se marcó astutamente un farol. Finalmente, como siempre, fue Merkel quien mató el tres. Aparte del yogur los griegos están históricamente dotados para dos cosas: la tragedia y la democracia. Papandreu apeló a la segunda para finalmente acogerse a la primera. Empezó la semana platónico y la acabó aristotélico. No obstante Papandreu es un buen jugador de cartas y a la postre parece claro que, con las cartas que tenía y con la baraja marcada, no resultó una mala mano. Eso sí, la voluntad popular de nuevo queda restringida al pataleo. Los excluidos, que cada vez somos más, salen a la calle para enfrentarse a la policía. Hasta hace nada los llamaban antisistema. Pero el sistema se ha revelado como el problema y ahora se les llama indignados. Este giro semántico es bastante esclarecedor. Vivimos un momento de escepticismo, las viejas fórmulas se están quedando tan obsoletas como un candidato mezclando el engrudo para fijar su careto sobre una tapia en la noche electoral. Un policía lleva en volandas a un manifestante en Niza. Parece que no pesa. Su extraña levedad convierte a la persona en algo que flota como si fuera hinchable. Una luz baña y siluetea todos los accesorios de la represión, los juguetes para sofocar disturbios. Una diagonal cruza la foto armando la imagen. Ninguno de los dos está invitado a la fiesta G.