La Voz de Galicia
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Había una vez un viejo editor gráfico que abroncaba con virulencia a sus fotógrafos. Como era argentino, los abroncaba con pausa, floritura y prosopopeya. Pero sin piedad. Cuando los temblorosos fotógrafos entraban en su despacho con la hoja de contactos, el viejo editor las rompía en sus narices. Entonces el fotógrafo se deshacía en explicaciones y excusas. El viejo editor atajaba: «No quiero fotos habladas, quiero solo fotos». Cuando una foto necesita ser explicada es que no funciona. Una buena foto es un teorema. Preciso, directo e irrefutable. Pero los fotógrafos a menudo despejamos con demasiada prisa las ecuaciones. Si le dedicásemos el tiempo suficiente a discurrir las conjeturas, nuestra cámara sería un imparable emisor de axiomas. Ningún editor malhumorado podría ya alzar la voz. La foto abriría con facilidad los rígidos corsés de la maquetación más decimonónica. En un futuro próximo hasta las tostadoras harán fotos. Pero lo que la tecnología nunca será capaz de clonar es el talento. Solo con talento se puede sublimar lo cotidiano. Es muy fácil lograr una buena foto con los mimbres de una catástrofe o cambiando el dramatis personae de tu pueblo por el de una ignota tribu africana. Pero es mucho más difícil lograr una buena foto de un bache. Ese es el reto. En lo corriente están ocultos los tesoros visuales.
La foto de hoy no puede ser más cotidiana. Un aguardenteiro que lleva 55 años destilando agua de fuego. Tuvo que pasar más de medio siglo para que recibiese la esclarecedora visita de la lente de Xoán Carlos Gil. La foto es un prodigio de composición. Dos alambiques y dos capachos bailan su tranquila simetría a ambos lados del personaje; a la izquierda hormigón, a la derecha ladrillo: un detallado inventario de la piel de nuestro urbanismo; el hombre plantado impávido en el centro; la mirada, dulce y cansada, clavada en el lector. Pertenece a una sección de la edición de Vigo que maqueta y escribe el propio fotógrafo. Se titula «La mirada oblicua». Efectivamente la sección empezó siendo oblicua. Pero ahora es tan frontal y recta como un disparo. Sobre todo cuando el autor es capaz de limpiar la escena de artificios y encuadres superferolíticos. A esto se le llama serenidad. La imagen resultante no es en absoluto una foto hablada. Y resulta tan elocuente como un tratado.