La Voz de Galicia
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En un garaje, a parte de darse de maravilla el rockabilly, se han gestado las cosas más importantes de nuestra reciente historia. El garaje de Steve Jobs es como el portal de Belén de la nueva religión. La religión tecnológica. Mientras las ideologías fracasan y los templos se vacían, la nueva religión se abre paso a golpe de plasma, microchips y todos esos inútiles gadgets que nos hacen la vida, como en el cuadro de Richard Hamilton, tan diferente, tan atractiva. Los pastorcillos que peregrinan al portal llevan su izurrón repleto de rutilantes matraquillos que abren puertas a un mundo mejor. Las ventanas ya las pone la competencia. Espigado como un predicador, Jobs tenía un algo mesiánico. Era el paso central de la imaginería de la cofradía de la manzana. Sus fieles esperaban con ansiedad cada sermón en la montaña que, con su clásica liturgia minimalista, pronunciaba cuando servía una nueva aplicación. En cambio, los que se calzan un pc, no llevan tatuado en el brazo el careto de Gates, ese insulso empollón filántropo, tan proclive al monopolio. En términos futbolísticos Mourinho sería un pc, pesado y arrollador; Guardiola un Mac, rápido e imaginativo, sostenible y majetón. El primero diseña sus equipos de un modo tosco y funcional. Solo para ganar. El segundo dibuja equipos para la fantasía. Para disfrutar.
   Hay muchas manzanas en el frutero de la historia. Los Beatles tenían la suya. Giraba en el centro de sus vinilos. Litigaron muchos años con la otra, la de Jobs, para ver quién hacía macedonia con la fruta en el negocio discográfico. Naturalmente perdieron. La manzana que nos ocupa está mordida. Como la primera manzana, la bíblica. Cuando muerdes una manzana de Steve Jobs ya nunca te librarás de su pecado original. Siempre querrás mas.
   La foto es un bodegón de Zurbarán. Nadie pintaba mejor la cosa mística. Jobs era un tipo ascético, como los monjes de Zurbarán. Severo y parco en sus movimientos. Lo contrario que sus cacharritos, increíblemente ágiles al contacto de un solo dedo. Como cuando el dedo del padre y el hijo se encuentran en las celestiales alturas de la Capilla Sixtina. Ahora tendrán que hacerle sitio a Jobs.

La foto es de Suzanne Plunkett, de Reuters