La Voz de Galicia
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Se me ocurren dos candidatos para armar un relato a partir del atribulado personaje de la foto. El primero es el escritor y periodista Tom Wolfe, pirómano de las vanidades. El segundo es Gila, inmortal gamberro del surrealismo.
Gila comienza su relato poniéndose un mandilón como el que llevan los brokers, parecido al que lucen los tratantes de ganado de Arzúa, solo que lleva bordados patrióticos y desprende un hedor diferente; el dinero fácil no transpira, pero también apesta. Coge el teléfono: «¿Está Obama?». Le da sus calificaciones. Son bajas, como las del chamaquito enamorado de la niña de la mochila azul. Parece ser que Obama tiene que devolver firmado el boletín con las notas. Firmado por los republicanos. No vale falsificar la firma de papá, como en el cole. A continuación llama a Bernanke a la Reserva Federal para pedir más papel moneda; que en la última remesa de dólares George Washington salía medio dormido y con el pelucón ladeado, desperezándose de la siesta. Además, si hay una máquina que hace dinero, que alguien le dé a la manivela y ancha es Castilla. Por último llama a Trichet para comprar deuda. Le pregunta que, puesto que él paga, por qué no puede comprar beneficios en lugar de deudas. Trichet se toquetea nervioso los gemelos de oro. Y resopla.
Por su parte Tom Wolfe trazaría su clásico retrato del WASP (acrónimo para los norteamericanos blancos, anglosajones y protestantes) encarnado en el hombre que está al otro lado del teléfono, recibiendo las aterradoras noticias de su secuaz en el parqué. Nuestro hombre, siempre según la sardónica y conservadora retina de Wolfe, es un tipo de origen humilde. Pero bien casado. Su cara lampiña sonríe en una orla de finales de los noventa del glorioso campus de Georgetown; por unos pocos años no llegó a tiempo a las amexicanadas clases magistrales de Aznar. Gracias a un soplo de su familia política dio el pelotazo en Wall Street. Con la pasta de la travesura levantó un dúplex en Park Avenue y una mansión de verano en los Hamptons. Pero no es suficiente. Nunca lo es. Ahora le apetece una tercera residencia bañada por las europeas y exclusivas aguas del lago Como. Cegado de codicia, no duda en correr riesgos. Su voz tiembla al teléfono, que a su vez tiembla en manos del corredor. También podemos llamarle crupier, aunque en este casino la banca no siempre gana. Pero nunca pierde. La mujer del gran hombre es sofisticada, su rutina son historias de Filadelfia. Lo sabe todo de todas las grandes familias y acude a suntuosas fiestas. Cuando su marido se arruine, pedirá el divorcio; ella estaba casada con su estatus. Tiene una galería de arte; como su marido se dedica a comprar y vender abstracción.