La Voz de Galicia
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He de confesar que hasta ahora el Códice Calixtino no significaba gran cosa para mí. Creía en él igual que Perceval creía en el Grial, me bastaba con saber que estaba a salvo. Como la mujer de Colombo: nadie la ha visto, pero todos sabíamos que existía. Ahora vivo esta angustia de una forma prestada gracias a una información urgente, aprehendida para disimular. Mi zozobra, como la de muchos, es gregaria. Si hubieran robado Las meninas, a las que visito como a un familiar, estaría más triste. Pero las autoridades deberían protegerme de mi ignorancia y protegernos a todos de estos depredadores del patrimonio. Estos tipos sienten esa enfermiza fascinación por el fetiche sobre la que se pudre el mundo del arte. El fetiche y el fake (en los salones forrados de caoba cuelga mucha mentira) son las chucherías con las que los oscuros dueños del dinero seducen a sus visitas y colman su vanidosa pulsión coleccionista. Esa grosera sed de exclusividad que acecha a lo sagrado.
Puede que el deán se dejara las llaves en el contacto. Pero tranquilos, la policía está registrando las guanteras de los coches de Santiago. Sospechan que el códice va oculto dentro de la guía Campsa. Las lecturas beneméritas están virando del código de circulación al de Da Vinci. Su complejidad es parecida. Por eso yo no veo aquí una sofisticada trama de guante blanco, sociedades secretas y mensajes encriptados. Veo una comedia mediterránea sobre la chapuza. Como cuando desapareció del Reina Sofía un Richard Serra de varias toneladas de acero cortén. Veo al desaparecido Peter Sellers interpretando al guarda de seguridad del Reina. Haciendo del despiste un elegante gesto de alta comedia. Para lo del códice podríamos llamar a Mr. Bean.