La Voz de Galicia
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Un balín a un euro. Seis balines a cinco euros. «¿Podo traer a miña escopeta da casa?» . El cazador desconfía del punto de mira ajeno. «Se fose coa miña carabina desfacíalle o chiringuito». El cazador se jacta de su infalible puntería como si tuviera colgadas en su casa, encima de la chimenea, las cabezas disecadas de unos cuantos peluches, cobrados en la espesura de la feria. No es el caso del chaval de la foto, al que le basta con ser, durante unos minutos, un buen amigo del rifle. Descerraja educadamente su artillería contra las piezas, que penden temblorosas de palillos planos. El chico que atiende la barraca le corresponde completando el trabajo con sus manos: abate una pieza que se mantiene milagrosamente en pie sobre un palillo astillado. Luego le entrega condescendientemente el trofeo, aunque, eso sí, siempre se trata de caza menor: unos petardos, un llavero o una pequeña navajita nacarada.
La caza mayor se dirime en otra montería. La plaza del pueblo, devenida en pista de baile, es la sabana donde el cazador acude con traje de domingo y razonablemente aseado, aunque con las manos sudorosas, para pronunciar la dramática pregunta: ¿bailas? El cazador, primario y vanidoso por naturaleza, cree que las chicas no cazan. El cazador, con anhelo percutor, pero con la munición justa, no se entera de nada. Mientras, las chicas ensayan en un claro del bosque de banderitas, al ritmo de una cumbia, ese turbador rictus de deliciosa indiferencia con el que desarbolan al inocente depredador. Para entonces el cazador ya se ha transformado en un niño asustado que sostiene una escopeta de feria, con la pólvora humedecida por el miedo al fracaso. Cuando por fin balbucea su «¿Bailas?» todo, lo bueno o lo malo, ya ha ocurrido sin que él se diera apenas cuenta.
Así es como yo recuerdo las verbenas. Una época en la que no existían las redes sociales, en las que todos vamos cayendo como moscas. En la que Amancio Ortega todavía no había proclamado su democracia textil y nuestras madres compraban la ropa barata en mercerías. La ropa no era muy cool, pero no vestíamos todos igual. La secuencia constaba de misa, sesión vermú, ensaladilla y por último el sagrado refrendo de la arena verbenera. Las barracas traían ese aroma trashumante y de frontera, de circo y de fantasía. Podías columpiarte en una barquita biplaza con la que algunos tocaban el cielo o probar la fuerza de tu brazo
aporreando un artilugio que subía y medía con olímpica exactitud la viril sacudida. El cazador rechazado siempre se refugiaba en este infantil entretenimiento, donde siempre obtenía premio la aritmética de su aturdida testosterona